La situación de la mujer en plena Edad Media se encontraba determinada, por un lado, por su marido y su familia; pero también, por la opinión que se tenía del sexo femenino en general. Los juicios acerca de esta opinión y del trato dispensado en consecuencia a las mujeres siempre han discrepado mucho; diferentes factores influyen decididamente en la suerte de la mujer medieval, que entre los romanos y los germanos gozaban ya de mayor libertad y respeto que en muchos de los pueblos orientales. El cristianismo y la Iglesia, a diferencia del Islam, le reconocían un alma inmortal; la incluían al igual que al hombre en el "cuerpo místico de cristo", la hacían copartícipe de todos los sacramentos y bendiciones, con la única excepción de las órdenes sagradas; adoraban a muchas como santas y le otorgaban a la vírgen el papel de mediadora entre Dios y los hombres.
También eran admiradas las mujeres que se destacaban por su erudición o como poetisas. Y muchas crónicas revelan que era frecuente que la esposa y la madre encontrasen en el seno de la familia el amor y respeto que merecían; por su parte, las monjas eran protegidas como personas eclesiásticas por el derecho canónico y el derecho civil, y el pueblo les brindaba el mismo respeto que a los frailes y también el mismo desprecio, según sea el caso.
Sin embargo, cabe destacar que en general la Edad Media veía al género femenino como inferior al masculino en derechos y consideración social. Una época como ésta, con tan brutales diferencias de clase, para la cual además la suprema realización personal era la alcanzada por las armas o el sacerdocio, no podía ser propicia a la estimación de la mujer. Aunque los caballeros galantes homenajearon a la mujer "dulce y pura" como a un ser superior, la realidad de la vida cotidiana no tenía nada que ver con esta actitud poética.
La señorita noble y la dama que adornaban con sus gracias las fiesta sy torneos se encontraban completamente supeditada al padre y al esposo, y no pocas veces eran maltratadas físicamente o vigiladas como esclavas, Las crónicas y documentos antiguos pintan con rasgos a veces divertidos y otras veces aterradores la manera en que muchos de aquellos nobles trataban a sus esposas. Y no digamos cuando a éstas les tocaba en suerte un señor violento e irascible, que podía llegar hasta a darles muerte sin mayores consecuencias.
No cabe duda de que ciertas doctrinas de la iglesia contribuyen también a alentar el concepto que se tenía de su inferioridad moral. La iglesia ordenaba a la parte más débil, la mujer, obediencia total a su marido y humildad para soportar las injusticias, y reconocía al marido el derecho a castigarla. La misma historia del pecado original, que se tomaba al pie de la letra, se convertía en una acusación contra la mujer. Eva fue la estúpida y codiciosa que había seguido ciegamente a la serpiente, es decir, al diablo; Adán sólo se había dejado seducir por ella. Así, la influencia que los encantos de la mujer ejercían sobre el hombre se le imputan a ésta como una culpa moral.
Además, en esta época, los que escriben acerca de la mujer y de la vida conyugal son casi exclusivamente sacerdotes y monjes, es decir, hombres obligados al celibato, aunque no siempre lo practicasen; y muchos de ellos lo hacían movidos por la intención de tornar más llevadera a los jóvenes clérigos y a ellos mismos la renuncia a convivir con el sexo contrario, para lo cual degradan lo más que podían la idiosincrasia femenina. Solo así se explica que la literatura eclesiástica pinte comúnmente a la mujer con un ser débil, siempre propenso a caer en tentación, un peligro constante para los buenos propósitos del hombre.
Muy interesante resulta leer a este respecto del por qué el desprecio hacia la mujer, la execrable obra El martillo de los Brujos (1487) donde se llega a manifestar que la causa de las brujerías radica fundamentalmente en la maldad de la naturaleza femenina.
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