20 nov 2017

NACIDO PARA LO DEMONÍACO.

Hay quienes viven arrebatados a su mismo ser por una fuerza todopoderosa, en cierto modo extrahumana, son arrojados a un desgraciado remolino de pasión. Estas personas acaban demasiado pronto su vida, con el alma deshecha y un mortal agotamiento de los sentidos; quizás acaban locos o suicidas; suelen pasar por la vida como un rápido y brillante meteoro, extraños a su época, incomprendidos por su generación y se hunden luego en la sigilosa noche de su misión. Ignoran hacia dónde van; salen del infinito para sumergirse nuevamente en el infinito y, de paso, rozan apenas el mundo real. Los domina una fuerza superior a su propia voluntad, una fuerza nada humana, a la que se sienten encadenados. Su voluntad no cuenta: llenos de angustia, ellos mismos lo reconocen en instantes de clarividencia. Son esclavos. Son posesos, en todo el sentido de la palabra, del poder demoníaco. 
Considerado lo demoníaco como la inquietud, esencial e innata en todo ser humano, que le separa de sí y le arrastra al infinito, hacia lo elemental. Es como si la naturaleza hubiese dejado subsistir una pequeña parte del caos primitivo en cada alma y esa parte se esforzará pasionalmente en retornar al elemento de que salió: lo suprahumano, lo abstracto. Dentro de nosotros, el demonio es el fermento atormentador e inquieto, que impulsa al ser, casi siempre tranquilo, a todo lo que es peligro; exceso, éxtasis, renunciación y hasta anulación de sí.
La mayoría, el hombre medio, absorbe y agota muy pronto esa peligrosa y magnífica levadura del alma; sólo en momentos aislados, en la crisis de la pubertad o en los segundos, en que por amor o por simple instinto sexual el mundo interno entra en orgasmo, solamente entonces, reina ese misterioso poder que sale de lo íntimo, como una fuerza de gravitación fatal. El hombre prudente, limitado, destruye esa presión extraña, la cloroformiza mediante el orden. En todo hombre superior y, sobre todo, en los espíritus creadores, se agita una inquietud que los hace avanzar siempre, disconformes con su obra. Esta inquietud se encuentra en todo corazón elevado que se atormenta; es como un espíritu convulso que se expande en el propio ser como una aspiración hacia el cosmos.
Todo lo que nos eleva por sobre nosotros mismos y por sobre nuestros intereses personales y, llenos de inquietud, nos lleva a peligrosos interrogantes, debemos agradecer a esta cuota demoníaca que todos tenemos en lo más íntimo. Más ese demonio interior que nos eleva, es una fuerza favorable, si logramos dominarlo; el peligro comienza cuando la tensión desarrollada se convierte en hipertensión, en exaltación, es decir, cuando el espíritu se vuelca en el torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no logra su elemento cabal que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo que tiene límites, todo lo terrenal y finito, y el cuerpo que lo encierra, se ensancha un instante, pero acaba por estallar a causa de la presión interior.
Es así como se apodera de los que no saben domarlo a tiempo y llena en primer lugar a las naturalezas demoníacas de inquietud terrible y luego, con sus manos todopoderosas, les quita la voluntad y así, arrastrados como nave sin timón, se precipitan contra los escollos de la fatalidad. La inquietud es siempre el primer síntoma de esa fuerza demoníaca: inquietud en la sangre, en los nervios, en el espíritu. En torno del poseso ruge siempre un viento peligroso de tempestad y sobre él se cierne un cielo siniestro, tormentoso, trágico, fatal.
Todos los espíritus rebeldes caen indefectiblemente en el combate con su demonio y ese combate es siempre épico, ardiente y magnífico. Muchos sucumben en esos abrazos de fuego; se entregan a esa fuerza poderosa y se dejan permear, dichosamente, para ser inundados con el licor que fecunda. Otros lo dominan con su voluntad viril y a menudo el abrazo de esta amorosa lucha dura toda una vida. Pues bien, en el rebelde esta lucha heroica y valiente aparece visiblemente en él y en su comportamiento; en lo que crea, vive y palpita, llena de cálido aliento, la sensual vibración de esa noche de bodas espiritual con el eterno seductor.
Únicamente quien crea algo, puede trasladar su lucha demoníaca, desde los tenebrosos pliegues del sentimiento a la luz del día, al idioma. Más es en los que caen en esta lucha, donde podemos ver más claros los rasgos de pasión de la misma y, sobre todo, en el tipo del poeta arrebatado por el demonio; pues cuando el demonio domina, amo y señor, en el alma de un poeta, se alza como llamarada un arte característico: hecho de embriaguez, de exaltación, de creación afiebrada; arte espasmódico que arrolla el alma; arte explosivo, inquieto, de orgía y ebriedad, el sagrado frenesí que los griegos denominaron manía y que existe solamente en lo profético.
El primer distintivo de este arte es lo ilimitado, lo superlativo; deseo de superación e ímpetu hacia la inmensidad, que es la meta del demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde saliera. Hölderlin, Kleist y Nietzsche son tres Prometeos que se lanzan llenos de vehemencia contra las fronteras de la vida, la que, rebelde, destroza los moldes y en el furor del éxtasis concluye por destruirse a sí misma. En su mirada brilló la mirada del demonio, que habló por su boca. Sí, es el demonio quien habla a través de sus labios, desde su cuerpo en ruinas y su espíritu agotado.
Nunca es dado ver con más clara evidencia al demonio huésped de su ser, que si es posible atisbar a través de su espíritu destrozado por el tormento, crispado por el dolor horrible, y es por esas desgarraduras por donde se ven las tenebrosas tortuosidades en que se oculta el huésped maldito. A través de esos tres personajes se percibe de inmediato la terrible fuerza del demonio, que estuviera hasta entonces casi escondida. Y esto acontece justamente en el instante en que su alma es vencida.
No hay arte verdadero que no sea demoníaco y no tenga su nacimiento, aunque apenas como un murmullo, en lo ultraterrena. Quien lo afirmó de manera recia y rotunda fue Goethe, el enemigo más representativo de la fuerza demoníaca, que siempre se mantuvo a la defensa contra esa fuerza. No existe arte verdadero sin la inspiración y ésta llega imponderablemente del misterio del más allá y se halla por sobre nuestro saber, espíritu arrastrado o impulsado fuera de sí por su propio exceso, fuerza demoníaca, magnífico poder de creación, ignora una dirección determinada y sólo mira al infinito o al caos de donde viene. 

Aquél que cae en las garras firmes del demonio, está arrancado a la realidad. Ninguno de ellos tiene mujer o hijos, ninguno tiene hogar o bienes; ninguno posee un medio de vida fijo, una profesión o un empleo. Nómadas por naturaleza, vagabundos eternos, ajenos a todo, raros y vilipendiados, su existencia es por entero anónima. Nada poseen sobre la tierra. En ningún sitio echan raíces; el amor no puede atarlos con vínculos duraderos: así acontece con los que hallaron como compañero de su vida al demonio. Frágiles son sus amistades, inestables sus situaciones, poco remunerador su trabajo: se encuentran en el vacío, que les rodea por doquiera. Su existencia se parece un poco a un meteoro, a una estrella errátil que cae eternamente.

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