Según el Darwinismo la diferencia sexual entre las especies es un rasgo fundamental para la evolución. Es un hecho biológico que la gran mayoría de las especies de la Tierra
se reproducen sexualmente, y esta forma de reproducción se viene haciendo desde
hace más de 1.000 millones de años. Está claro que el sexo debe ofrecer alguna
ventaja evolutiva que compense con creces su costo. Aunque todavía no sepamos con certeza cuál es esa ventaja. Otra respuesta que buscan los biólogos es saber ¿por qué hay sólo dos sexos (y no
tres o más) que tengan que combinar sus genes para producir descendencia?; ¿Por qué los dos sexos tienen un número desigual de gametos de diferente tamaño? (los machos producen un montón de espermatozoides mientras que
las hembras producen un número menor de óvulos de mayor tamaño).
Un macho produce grandes cantidades de espermatozoides,
y por lo tanto en principio podría ser el padre de un gran número de descendientes,
limitado únicamente por el número de hembras que pueda atraer y por la capacidad
competitiva de sus espermatozoides. Para las hembras, en cambio, las cosas son distintas.
Los óvulos son costosos y están en número limitado, y si una hembra se aparea
muchas veces en un corto periodo de tiempo, es poco (o nada) lo que hace para
aumentar el número de descendientes. Una demostración muy vistosa de esta
diferencia se puede ver en el número récord de hijos de un hombre o de una
mujer. Según El Libro Guinness de los récords, el número mayor de hijos de una mujer es de 69 y lo ostenta una campesina rusa del siglo xix que en los veintisiete
embarazos que tuvo entre 1725 y 1745, alumbró mellizos dieciséis veces,
trillizos siete veces y cuatrillizos cuatro veces. (Presuntamente tenía alguna predisposición
fisiológica o genética a los embarazos múltiples.) Uno compadece a esta
esforzada mujer, pero su récord es superado en mucho por el récord de un hombre, un tal Muley Ismael (1646-1727), emperador de Marruecos. Ismail fue
padre, según nos dice el Guinness, de 342 hijas y 525 hijos.
La diferencia evolutiva entre machos y hembras
es una cuestión de inversión diferencial: inversión en huevos caros
frente a espermatozoides baratos, inversión en la gestación (cuando las hembras
retienen y nutren los huevos fecundados), e inversión en el cuidado parental en
las muchas especies en las que la hembra es la única que cría a los jóvenes.
Para los machos, aparearse es barato; para las hembras es caro. Para los
machos, el apareamiento sólo cuesta una pequeña dosis de esperma; para las
hembras, cuesta mucho más: la producción de óvulos grandes y ricos en
nutrientes y, con frecuencia, un enorme gasto de tiempo y energía. En más del
90 por ciento de las especies de mamíferos, la única inversión del macho en la
descendencia es el esperma, pues son las hembras las que proporcionan el
cuidado parental.
Esta asimetría entre machos y hembras en el número
potencial de apareamientos y descendientes conduce a conflictos de intereses en
el momento de escoger una pareja.
Los machos tienen poco que perder apareándose con una hembra por debajo de la media por ejemplo, una que sea débil o esté enferma) porque no les cuesta cada nada aparearse otra vez, y así las veces que haga falta. Por tanto,
la selección favorecerá los genes que hagan machos promiscuos que intentan aparearse con todas las hembras que puedan.
Las hembras son distintas. A causa de su mayor
inversión en huevos y descendientes, su mejor táctica consiste en ser exigentes
en lugar de promiscuas. Las hembras tienen que conseguir que cada oportunidad
cuente eligiendo al mejor padre posible para fecundar su limitado número de
huevos. Por eso tienen que inspeccionar- muy de cerca a sus pretendientes.
El resultado de todo esto es que, por lo
general, los machos tienen que competir por las hembras. Los machos deberían
ser promiscuos, las hembras recatadas. La vida de un macho debería ser de
conflicto constante con sus iguales, siempre compitiendo con los otros machos por
las parejas. Los buenos machos, más atractivos o más vigorosos, se llevarán
siempre un gran número de parejas (presuntamente serán preferidos también por más hembras), mientras que los inferiores se quedarán sin aparearse. Casi todas
las hembras, en cambio, acabarán por encontrar pareja. Como todos los machos
compiten por ellas, su distribución de éxito de apareamiento será más uniforme.
La diferencia entre machos y hembras en el número
potencial de descendientes impulsa la evolución tanto de la competencia entre
machos como de la elección por las hembras. Los machos tienen que competir para
fecundar un número limitado de huevos. Por eso vemos la competencia directa entre machos para dejar sus genes a la siguiente generación. Y esa es también la razón de que los machos sean vistosos, vigorosos y atractivos, de que realicen exhibiciones, o emitan canciones de apareamiento.
Naturalmente, hay excepciones. Algunas especies son monógamas, y tanto el macho como la
hembra realizan los cuidados parentales. La evolución puede favorecer la
monogamia si los machos tienen más descendientes ayudando a cuidar a las crías
que si abandonan a su descendencia para buscar otras parejas. En muchas aves, por
ejemplo, se necesitan los dos progenitores a tiempo completos: cuando uno sale
a aprovisionarse, el otro incuba los huevos. Pero las especies monógamas no son
muy comunes en la naturaleza. Solo un 2 por ciento de todas las especies de mamíferos,
por ejemplo, sigue este sistema de apareamiento.
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