La Biblia nos revela el carácter de ese Dios con exactitud minuciosa y cruel. Se trata claramente del retrato de un ser con quien quizá nadie desearía alternar. En el Antiguo Testamento sus actos revelan una y otra vez su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa.
Siempre castiga, castiga delitos insignificantes con una severidad mil veces superior; castiga a niños inocentes por la culpa de sus padres; castiga a poblaciones indefensas por las culpas de sus gobernantes; y llega a rebajarse y desencadenar venganzas sangrientas sobre terneras y ovejas y cabras y bueyes inocuos, castigándolos por las transgresiones de poca monta de sus propietarios. En comparación, Nerón es un ángel de la luz y una guía.
Siempre castiga, castiga delitos insignificantes con una severidad mil veces superior; castiga a niños inocentes por la culpa de sus padres; castiga a poblaciones indefensas por las culpas de sus gobernantes; y llega a rebajarse y desencadenar venganzas sangrientas sobre terneras y ovejas y cabras y bueyes inocuos, castigándolos por las transgresiones de poca monta de sus propietarios. En comparación, Nerón es un ángel de la luz y una guía.
Todo comienza con una inexcusable traición. A Adán se le prohíbe el fruto de cierto árbol, informándole solemnemente que si desobedece morirá. ¿Cómo es posible haber pensado impresionar a Adán de ese modo? De hombre, Adán sólo tenía la estatura: por sus conocimientos y experiencia, en nada superaba a un bebé de dos años; no podía tener ni idea del significado de la palabra «muerto»; no había oído decir nunca que algo estuviera muerto. La palabra no podía querer decir nada para él. Y bien, eso es precisamente lo que ocurrió.
Se decretó que todos los descendientes de Adán, hasta el último día, pagarían por las transgresiones a esa ley. Durante miles y miles de años su descendencia, individuo por individuo, ha sido presa de caza, acosada por mil calamidades en castigo por esa fechoría juvenil que, grandilocuentemente, se llama el Pecado de Adán.
Y a lo largo de ese vasto lapso no han escaseado rabinos, ni papas, ni obispos, ni curas, ni párrocos, ni esclavos laicos para aplaudir la infamia, sostener su justicia y rectitud intachables y alabar a su Autor en términos tan grosera y extravagantemente aduladores.
Se decretó que todos los descendientes de Adán, hasta el último día, pagarían por las transgresiones a esa ley. Durante miles y miles de años su descendencia, individuo por individuo, ha sido presa de caza, acosada por mil calamidades en castigo por esa fechoría juvenil que, grandilocuentemente, se llama el Pecado de Adán.
Y a lo largo de ese vasto lapso no han escaseado rabinos, ni papas, ni obispos, ni curas, ni párrocos, ni esclavos laicos para aplaudir la infamia, sostener su justicia y rectitud intachables y alabar a su Autor en términos tan grosera y extravagantemente aduladores.
La Iglesia desfachatadamente sostiene que Dios es fuente de toda misericordia, pero sabemos perfectamente que no hay un solo caso auténtico en la historia en que Él haya mostrado esa virtud. Decimos que es fuente de toda moral, pero sabemos por su historia y por su conducta diaria, tal como la perciben nuestros sentidos, que Él no tiene absolutamente nada que se parezca a la moral. Lo llamamos Padre, sin escarnio, pero detestaríamos y denunciaríamos a un padre terrenal que infligiera a su hijo la milésima parte de los dolores y miserias y angustias que Él dispensa a sus hijos cada día, y que ha venido dispensando cada día a lo largo de todos los siglos desde que tuvo lugar el crimen de crear a Adán.
A Dios lo dividimos en dos, hacemos bajar una mitad a un oscuro e infinitésimo rincón del mundo para que otorgue la salvación a una pequeña colonia de judíos —y sólo de judíos, de nadie más—, y dejamos la otra mitad entronizada en el cielo, mirando hacia abajo, anhelante y ansiosa esperando resultados.
Reverentemente estudiamos la historia de la mitad terrenal y, con todo aplomo, deducimos que la mitad terrenal se ha reformado, que está dotada de moral y de virtudes y que en nada se parece a la mitad malvada que mora, abandonada, en el trono. Concebimos la mitad terrenal como justa, misericordiosa, caritativa, benévola, clemente y llena de simpatía por los sufrimientos de la humanidad, y deseosa de eliminarlos.
La mitad terrenal nos exige ser misericordiosos, y nos da el ejemplo inventándome un lago de fuego y azufre en el que todos quienes rehusamos reconocerlo y adorarlo como Dios nos consumiremos para siempre. Y no sólo nosotros, a quienes se nos fijan estas condiciones, nos consumiremos quemados si no las cumplimos, sino que sufrirán este destino atroz también los miles de millones de seres humanos que vinieron antes, aunque nunca hayan oído hablar de Él ni hayan llegado a conocer las condiciones. Semejante muestra de generosidad sólo puede ser calificada de magnífica. Nada se le aproxima, ni entre los salvajes ni entre las fieras de la selva. Se requiere de nosotros que sepamos perdonar a nuestro hermano setenta veces siete, y que nos demos por satisfechos y contentos en nuestro lecho de muerte si, al cabo de una vida piadosa, escapa nuestra alma del cuerpo antes de que el cura se precipite para proveerla de un pase mediante velas y conjuros. También este ejemplo de clemencia puede calificarse de magnífico.
Se nos dice que las dos mitades de nuestro Dios están divididas e inconexas sólo en apariencia; que en realidad las dos son una, igualmente poderosa pese a la separación. Siendo así, la mitad terrenal se satisface devolviéndole la vista a uno que otro ciego, y no a todos los ciegos; curando a uno que otro tullido, y no a todos; proveyendo una comida a cinco mil hambrientos, mientras que los millones de hambrientos siguen hambrientos. Y a todo ello, exhorta al ineficiente ser humano a curar estos males que Dios mismo le ha infligido y que Él podría hacer desaparecer con una palabra, si así lo quisiera, cumpliendo de ese modo un deber desatendido desde el principio y que seguirá desatendido por siempre jamás. Evidentemente lo consideró signo de bondad. Si lo fuera, no fue justo restringirlo a media docena de personas. Habría debido volver a la vida a todos los muertos.
Si bien el Dios del Antiguo Testamento es un ser temible y repelente, por lo menos es coherente. Es franco y habla claro. No presume de moral o virtud alguna, más que con la boca. Nada se traduce en sus actos. Creo que es infinitamente más merecedor de respeto que su yo reformado tal como lo describe, con todo candor, el Nuevo Testamento. Nada hay en la historia —ni en toda su historia junta— que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del Infierno.
Su ser Celestial, su ser del Antiguo Testamento, en comparación con su ser Terrenal reformado, es la encarnación de la dulzura y de la delicadeza y la respetabilidad. En el Cielo no reivindica el menor mérito, mientras que en la tierra reivindica todos los méritos del catálogo de méritos, íntegro, aunque no los lleva a la práctica sino de cuando en cuando, y ello con tacañería, terminando por conferirnos el Infierno, con lo que borra de un plumazo todos sus méritos ficticios, de una vez.
* Reflexiones contra la religión de Mark Twain.
* Reflexiones contra la religión de Mark Twain.
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