31 oct 2017

EL INTENTO DE RACIONALIZAR EL MAL.

Para Leibniz merecía el nombre de «teodicea» todo intento de explicar racionalmente la existencia del mal en el mundo y justificar la bondad de Dios al permitirlo. Sin embargo, una vez rechazada la presencia continua y milagrosa de la divinidad en el mundo, llena de amor paternal pero también castigadora, la justificación del mal es mucho más problemática. Sin la dialéctica personal de dos subjetividades interrelacionandose como creador y criatura los acontecimientos históricos ya no pueden ser vistos -como era paradigmático del judaísmo- como premios o castigos divinos a su pueblo, según éste respetase o no las leyes divinas. 

Independizandose de la teología, la cuestión del mal en la historia deviene en un problema genuinamente filosófico y estrechamente vinculado con la filosofía de la historia. En el campo de la filosofía de la historia, el problema más básico vinculado con la teodicea es la justificación de la infelicidad humana, de las penurias y desgracias que el género humano soporta. Ya hemos visto que es una necesidad intrínseca de las filosofías especulativas de la historia justificarlas, argumentar su porqué, es decir, razonar su motivo y finalidad. Pues, si la innegable y terrible situación en que ha vivido y todavía vive la humanidad (guerras, enfermedades, dolores, sufrimientos, aflicciones de todo tipo, ausencia de libertad, pérdida de la dignidad humana, superstición, miseria, calamidades, etc.) no ha de cambiar nunca, las grandes esperanzas emancipatorias modernas carecen de sentido. 

Entonces la todopoderosa razón moderna tiene que renunciar a sus ambiciones de consolar al hombre doliente y de convertirlo en señor de su destino y volver a ceder ante la religión. Entonces pierde su sentido toda visión laica y desacralizada del hombre y de sus aspiraciones colectivas. Entonces la llamada «muerte de Dios» comporta inequívocamente también la muerte de la razón y de los sueños emancipatorios modernos. En último término, es esto lo que se juega en las filosofías especulativas de la historia y ciertamente consiguieron bloquear el nihilismo en más de un siglo. 
Ya no se trata tanto de justificar el Dios trascendente como de legitimar a «dios» que los hombres han erigido con sus ideales y su razón, es necesario mostrar el sentido racional de una historia que nunca ha sido un paraíso, sino todo lo contrario. Propiamente no es cuestión de una filosofía de la historia un hipotético estado natural feliz del hombre o el paraíso antes del pecado y la caída del hombre, pues en ambos casos se situaría en un momento previo a la historia, en la prehistoria.  Las filosofías especulativas de la historia comienza cuando se inicia el largo proceso de educación y emancipación de la humanidad, y por tanto presuponen una situación humana de alguna manera homologable con la actual. 

El Romanticismo habla de leyes naturales —universales y necesarias— que no pueden atender los intereses particulares de los individuos. La Ilustración insistirá en hablar básicamente de la naturaleza y su mecanismo «natural». Ambas corrientes coinciden en el objetivo esencial de mostrar que detrás de la aparente irracionalidad de la historia se esconde una racionalidad y un sentido global. Pero esa racionalización de los males y desgracias, no comporta en ningún caso que los individuos dejen de vivir -con toda su terribilidad- esos males y desgracias como tales. La consolación que ofrece la teodicea o las filosofías especulativas de la historia es puramente racional.














ROMA CLÁSICA.

En los últimos años del Imperio Romano era común escuchar decir entre las gentes cultas que cuando Roma cayera, el universo caería con ella.
En aquellos tiempos Occidente sufrió vastas migraciones de pueblos, mareas desmesuradas e imparables de poblaciones provenientes del mundo mediterráneo (germanos, árabes, eslavos, vikingos) pero ¿qué originó tan enormes desplazamientos? de seguro los motivos fueron varios: nuevas tierras, riquezas, motivación religiosa, etc.

Pero el resultado histórico de estas migraciones tan vastas y extendidas fue una: Roma fue destruida, perdió su unidad, se dejó paso a una pluralidad de territorios independientes que serían futuros estados europeos, las dos tradiciones que convivían en su seno se separaron: la latina y la griega. 

El imperio de Occidente roto en mil pedazos sin poder recuperarse veía a Oriente permanecer unido en torno a la brillante Constantinopla. Sin embargo Justiniano, emperador de Oriente, hizo de su vida una lucha continua por restaurar en su plenitud el Imperio de Roma, aunque esto no fue posible. Los reyes bárbaros habían erigido un poder tipo feudal que resistió todo tipo de intromisión de Oriente.


Posterior a la muerte de Justiniano aparece la figura del gran profeta Mahoma que había logrado unir tribus árabes y cohesionarlos bajo el empuje de una nueva y única religión: el Islamismo. El islam hizo de bandas de ladrones y mercaderes una comunidad de creyentes regida por una única ley: la verdad revelada por Dios y fueron concientizados para realizar su misión en la tierra, la guerra santa. 
Es así que a la muerte de Mahoma las tierras más ricas de Oriente se encontraban en manos del Islam. El mundo musulmán fue beneficiado por su ubicación territorial central, entre Oriente y Occidente, entre la India y China, Grecia y Roma, tuvo el privilegio de actuar como receptor y transmisor de los avances culturales entre ambos mundos. 
Pero tanta fastuosidad y apogeo de su cultura se daba dentro de una sociedad en la que religión y política marchaban conjuntamente, esto hace que las diferencias sociales y discrepancias internas terminen en disensiones políticas y encarnan pronto en herejías, siendo que lentamente la unidad islámica se rompe y deja paso al fanatismo.
Esta crisis política y religiosa islámica es aprovechada por Occidente en la batalla de Poitiers donde logran derrotar al ejército musulmán. 


El Reino Franco con ayuda de la Iglesia católica son la barrera de Europa contra el Islam. El papa León III corona a Carlomagno como emperador de los romanos y es a partir de allí donde se da la ruptura definitiva entre Oriente y Occidente. 


23 oct 2017

¿IDEALISMO O HISTORICISMO?

Alemania estuvo dominada completamente por el idealismo absoluto hegeliano durante mucho tiempo y con la muerte de Hegel, en el año 1831,  el pensamiento alemán comienza una revolución filosófica. El alejamiento alemán del idealismo absoluto fue en nombre de la historia que provocó una revolución general en el concepto de ciencia.
La filosofía hegeliana sostenía que la historia de la razón revelaba la razón de la historia, conectaba pensamiento y ser en una sola unidad dialéctica, en la idea o razón, esto significaba la unión en una única unidad de lo finito e infinito, del sujeto y objeto, del alma y cuerpo; tras la muerte de Hegel los conceptos de ciencia e historia sufrieron una gran transformación, se acabó con la unidad de lo histórico y lo sistemático; entonces, ¿cómo debe ser la nueva interpretación del mundo? Ser y deber volvieron a separarse y a significar cosas distintas.
Con la caída del idealismo surge el materialismo bajo nuevas observaciones y experiencias entre cuerpo y alma, comienza el periodo realista, el cual limita todo pensar al límite de la experiencia sensorial, surge en la sociedad alemana la primacía del bienestar material y económico.
En el ámbito intelectual, las universidades europeas (Oxford y Cambridge) eran universidades medievales, gobernadas por la iglesia, con estilo de vida monacal que no respetaba la libertad de enseñanza. Según la mentalidad escolástica y racionalista la verdad es algo ya establecido y aceptado por todos, para adquirirla solo hay que aprenderla. 

Fue la universidad alemana la que empieza a promover la enseñanza de la metodología de la investigación y no la enseñanza de la verdad. Separa cultura de ciencia y coloca a la ciencia en una situación libre de valores morales.
El idealismo decae pero surge la ciencia histórica, la aproximación científica a los hechos mediante el historicismo. La historia asumió el liderazgo en Alemania en el período posterior a Hegel y los fenómenos culturales se explican desde su historicidad oponiéndose al racionalismo. Con Hegel la historia estaba regida por leyes concretas como la dialéctica; con el historicismo se produce la historización del hombre: la razón no gobierna la historia universal, la historia no tiene una finalidad última, la historia no ocurre necesariamente y no existe el progreso general. 

En este ambiente intelectual y filosófico que atravesaba Alemania con la eliminación total de elementos culturales en el campo de la ciencia, cuando la ciencia deja de ser un status burgués, dejándose de lado el utilitarismo aparece una nueva ideología: el nacionalsocialismo. Cuando ya no se cree en religión pero se busca una nueva espiritualidad, es cuando el nacionalsocialismo aprovecha ese vacío y lo llena con sus teorías sobre la raza y su exaltación de lo nacional.

22 oct 2017

EL DIOS DE LA DESTRUCCIÓN.

La Biblia nos revela el carácter de ese Dios con exactitud minuciosa y cruel. Se trata claramente del retrato de un ser con quien quizá nadie desearía alternar. En el Antiguo Testamento sus actos revelan una y otra vez su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa. 


Siempre castiga, castiga delitos insignificantes con una severidad mil veces superior; castiga a niños inocentes por la culpa de sus padres; castiga a poblaciones indefensas por las culpas de sus gobernantes; y llega a rebajarse y desencadenar venganzas sangrientas sobre terneras y ovejas y cabras y bueyes inocuos, castigándolos por las transgresiones de poca monta de sus propietarios. En comparación, Nerón es un ángel de la luz y una guía. 

Todo comienza con una inexcusable traición. A Adán se le prohíbe el fruto de cierto árbol, informándole solemnemente que si desobedece morirá.  ¿Cómo es posible haber pensado impresionar a Adán de ese modo? De hombre, Adán sólo tenía la estatura: por sus conocimientos y experiencia, en nada superaba a un bebé de dos años; no podía tener ni idea del significado de la palabra «muerto»; no había oído decir nunca que algo estuviera muerto. La palabra no podía querer decir nada para él.  Y bien,  eso es precisamente lo que ocurrió. 

Se decretó que todos los descendientes de Adán, hasta el último día, pagarían por las transgresiones a esa ley. Durante miles y miles de años su descendencia, individuo por individuo, ha sido presa de caza, acosada por mil calamidades en castigo por esa fechoría juvenil que, grandilocuentemente, se llama el Pecado de Adán. 


Y a lo largo de ese vasto lapso no han escaseado rabinos, ni papas, ni obispos, ni curas, ni párrocos, ni esclavos laicos para aplaudir la infamia, sostener su justicia y rectitud intachables y alabar a su Autor en términos tan grosera y extravagantemente aduladores.
La Iglesia desfachatadamente sostiene que Dios es fuente de toda misericordia, pero sabemos perfectamente que no hay un solo caso auténtico en la historia en que Él haya mostrado esa virtud. Decimos que es fuente de toda moral, pero sabemos por su historia y por su conducta diaria, tal como la perciben nuestros sentidos, que Él no tiene absolutamente nada que se parezca a la moral. Lo llamamos Padre, sin escarnio, pero detestaríamos y denunciaríamos a un padre terrenal que infligiera a su hijo la milésima parte de los dolores y miserias y angustias que Él dispensa a sus hijos cada día, y que ha venido dispensando cada día a lo largo de todos los siglos desde que tuvo lugar el crimen de crear a Adán.
A Dios lo dividimos en dos, hacemos bajar una mitad a un oscuro e infinitésimo rincón del mundo para que otorgue la salvación a una pequeña colonia de judíos —y sólo de judíos, de nadie más—, y dejamos la otra mitad entronizada en el cielo, mirando hacia abajo, anhelante y ansiosa esperando resultados.
Reverentemente estudiamos la historia de la mitad terrenal y, con todo aplomo, deducimos que la mitad terrenal se ha reformado, que está dotada de moral y de virtudes y que en nada se parece a la mitad malvada que mora, abandonada, en el trono. Concebimos la mitad terrenal como justa, misericordiosa, caritativa, benévola, clemente y llena de simpatía por los sufrimientos de la humanidad, y deseosa de eliminarlos. 
La mitad terrenal nos exige ser misericordiosos, y nos da el ejemplo inventándome un lago de fuego y azufre en el que todos quienes rehusamos reconocerlo y adorarlo como Dios nos consumiremos para siempre. Y no sólo nosotros, a quienes se nos fijan estas condiciones, nos consumiremos quemados si no las cumplimos, sino que sufrirán este destino atroz también los miles de millones de seres humanos que vinieron antes, aunque nunca hayan oído hablar de Él ni hayan llegado a conocer las condiciones. Semejante muestra de generosidad sólo puede ser calificada de magnífica. Nada se le aproxima, ni entre los salvajes ni entre las fieras de la selva. Se requiere de nosotros que sepamos perdonar a nuestro hermano setenta veces siete, y que nos demos por satisfechos y contentos en nuestro lecho de muerte si, al cabo de una vida piadosa, escapa nuestra alma del cuerpo antes de que el cura se precipite para proveerla de un pase mediante velas y conjuros. También este ejemplo de clemencia puede calificarse de magnífico.


Se nos dice que las dos mitades de nuestro Dios están divididas e inconexas sólo en apariencia; que en realidad las dos son una, igualmente poderosa pese a la separación. Siendo así, la mitad terrenal se satisface devolviéndole la vista a uno que otro ciego, y no a todos los ciegos; curando a uno que otro tullido, y no a todos; proveyendo una comida a cinco mil hambrientos, mientras que los millones de hambrientos siguen hambrientos. Y a todo ello, exhorta al ineficiente ser humano a curar estos males que Dios mismo le ha infligido y que Él podría hacer desaparecer con una palabra, si así lo quisiera, cumpliendo de ese modo un deber desatendido desde el principio y que seguirá desatendido por siempre jamás. Evidentemente lo consideró signo de bondad. Si lo fuera, no fue justo restringirlo a media docena de personas. Habría debido volver a la vida a todos los muertos. 
Si bien el Dios del Antiguo Testamento es un ser temible y repelente, por lo menos es coherente. Es franco y habla claro. No presume de moral o virtud alguna, más que con la boca. Nada se traduce en sus actos. Creo que es infinitamente más merecedor de respeto que su yo reformado tal como lo describe, con todo candor, el Nuevo Testamento. Nada hay en la historia —ni en toda su historia junta— que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del Infierno. 

Su ser Celestial, su ser del Antiguo Testamento, en comparación con su ser Terrenal reformado, es la encarnación de la dulzura y de la delicadeza y la respetabilidad. En el Cielo no reivindica el menor mérito, mientras que en la tierra reivindica todos los méritos del catálogo de méritos, íntegro, aunque no los lleva a la práctica sino de cuando en cuando, y ello con tacañería, terminando por conferirnos el Infierno, con lo que borra de un plumazo todos sus méritos ficticios, de una vez.


* Reflexiones contra la religión de Mark Twain.

5 oct 2017

PLAN DE DIOS: SUFRIMIENTO Y GUERRAS.

La revolución francesa ha tenido variadas interpretaciones a lo largo de la historia, muchas de ellas políticas. Pero en 1796 se publica la obra Consideraciones sobre Francia en la cual no se analiza la revolución desde un terreno estrictamente político sino que se intenta explicar este hecho histórico desde una perspectiva teológica.
Su autor Joseph de Maistre era un enemigo de la ideología liberal de la revolución francesa defendía el absolutismo monárquico; la revolución francesa era para él un acontecimiento sin igual en la historia, pero no por la radicalidad o la irreversibilidad de las transformaciones políticas que traería consigo, sino por el insólito grado de maldad y crueldad desplegado por sus protagonistas.
De Maistre interpretaba este hecho como un episodio más de la historia humana pero creía firmemente que la historia humana estaba regida por la providencia divina. Entonces desde esta perspectiva teológica la revolución aparece como un castigo divino contra Francia, y como el medio del que Dios se serviría para restablecer el poder de la teología derrotada por la ilustración y el de la monarquía depuesta por la revolución. 
Pero esta lectura teológica de la revolución por supuesto que tenía repercusión política, ya que juzgaba a 1789 como el año de la ruptura radical, quedaba nivelada a otros episodios de la historia sagrada, quedaba equiparada a la destrucción de Sodoma y Gomorra o al Diluvio Universal, y así quedaba sentenciado de antemano el desenlace del proceso revolucionario; el autor intentó, al igual que en las catástrofes bíblicas interpretar el destino de la revolución como el triunfo de Dios sobre la impiedad, el triunfo de la fe sobre el ateísmo y de la monarquía católica sobre las sacrílegas aspiraciones ilustradas y republicanas de los revolucionarios. 
Pero fue en su obra Las veladas de San Petersburgo que Joseph de Maistre busca probar los supuestos establecidos en su obra anterior; en esta nueva obra se encuentra la justificación filosófica y teológica de las ideas políticas de la revolución francesa afirmando así su antiliberalismo ultramontano muy característico de los pensadores reaccionarios del siglo XIX.
El tema central es la cuestión de la providencia, es decir, de la intervención de Dios en la historia, en los asuntos humanos. De Maistre quiere exponer una Teodicea, exculpar a Dios de los males del mundo y sobre todo quiere culpar a los hombres, a veces de forma visceral contra el pensamiento racionalista e ilustrado del siglo XVIII. 
La prueba de la intervención de Dios en la historia es el propio sufrimiento de los hombres, invirtiendo así el argumento ilustrado, que ve en el sufrimiento una seria objeción contra la existencia de Dios, o al menos contra la creencia de la bondad y la justicia divina. Para el autor el sufrimiento es justicia divina, ya que la condición humana es una expiación interminable y el sufrimiento mismo se convierte en la prueba de la culpabilidad de los hombres. Y ante la objeción de que el sufrimiento del hombre es muy a menudo, escandalosamente inmerecido, De Maistre no duda en manifestar que si todo sufrimiento es expiación, entonces incluso el mal físico, la enfermedad y la muerte deben ser consecuencia de la culpa humana: "todas las enfermedades tienen su origen en algún vicio proscrito por el evangelio, son castigos de un crimen".
Así, el sufrimiento no pone a Dios en cuestión, sino que demuestra la culpabilidad de los hombres, de la que nadie está libre: "la conciencia que nosotros juzgamos más limpia puede estar atrozmente manchada a los ojos de Dios; no hay un hombre inocente en este mundo, todo mal es un castigo y el Juez que nos condena es infinitamente justo y bueno".
Asimismo, De Maistre afirma el carácter inevitable de la violencia y la guerra, lo afirma como una función imprescindible en la realización del plan de Dios. El hombre domina a la naturaleza, sojuzga y mata a todos los otros seres porque es el verdugo universal, el ejecutor de la gran obra divina. De este modo la historia ofrece la imagen de una eterna matanza querida por Dios que no representa el progreso (según la Ilustración) sino todo lo contrario, representa la decadencia, el retroceso, siendo por ello que las civilizaciones antiguas son superiores a las modernas, en consecuencia del pecado, ya que en aquellos tiempos la civilización estaba gobernada por la omnipresencia de la teología en contraste con la modernidad, que se encuentra secularizado por el racionalismo heredado de la "embustera Grecia". 
De Maistre desprecia el racionalismo y especialmente el pensamiento ilustrado moderno, critica a los hombres por dejarse engañar por la razón en vez de dedicarse a la oración, el hombre debe rogar a Dios.
La teología de Joseph de Maistre es una filosofía reaccionaria, es un contraataque, una reacción, a un proceso de secularización de la cultura que en el fondo se sabe irreversible. 











LA VIDA ES UN FUGAZ MOMENTO PRESENTE, PERDIDO PARA SIEMPRE.

La obra fundamental de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación,  escrita cuando el autor contaba veintitantos años, fue publi...