3 abr 2018

LA VIDA ES UN FUGAZ MOMENTO PRESENTE, PERDIDO PARA SIEMPRE.

La obra fundamental de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, escrita cuando el autor contaba veintitantos años, fue publicada en 1818, y un segundo volumen complementario salió en 1844. Obra arrolladora y de amplios horizontes, brinda observaciones penetrantes sobre lógica, ética y epistemología, sobre la percepción, las ciencias, las matemáticas, la belleza, el arte, la poesía, la música, la necesidad de la
metafísica y las relaciones del hombre con los otros y consigo mismo.
La condición humana está pintada en sus páginas en sus aspectos más sombríos: la muerte, la desolación, el sinsentido de la vida y el sufrimiento inherente a la existencia. Muchos estudiosos opinan que, con la sola excepción de Platón, hay en la obra de Schopenhauer más ideas que en la de cualquier otro filósofo.
Schopenhauer a menudo expresó el deseo y la esperanza de que se lo recordara siempre por esta obra magnífica. En los últimos años de su vida publicó, en dos volúmenes, un conjunto de ensayos y aforismos filosóficos al que puso por título Parerga y Paralipómena, que en griego significa "obras sueltas y complementarias".
En vida de Arthur la psicoterapia no existía aún, pero hay mucho en sus escritos que tiene que ver con ella. Sus trabajos principales se iniciaron con una crítica y ampliación de la obra de Kant, quien había revolucionado la filosofía diciendo que no percibimos la realidad sino que la construimos. Kant sostenía que los datos que nos aportan los sentidos son filtrados luego por el sistema neurológico y reestructurados allí para constituir lo que llamamos realidad, algo que de hecho, es una especie de quimera, una ficción que engendra nuestra mente al conceptuar y categorizar. De hecho, la causa y el efecto, la secuencia, la cantidad, el espacio y el tiempo son conceptualizaciones, construcciones, no entidades que se encuentran "ahí afuera" en la naturaleza.

 Más aún, es imposible "percibir" algo que no sea ya una versión procesada por nosotros de lo que está ahí afuera, y no tenemos manera de saber a ciencia cierta lo que "realmente" hay allí: es decir, la entidad que existe antes del proceso perceptivo e intelectual. Esa entidad primaria, que Kant denominaba "Ding an sich" (la cosa en sí) es algo imposible de conocer para nosotros, y siempre nos será inalcanzable.
Si bien Schopenhauer estaba de acuerdo con que jamás podemos conocer la "cosa en sí", creía con todo que podemos acercarnos a ella más de lo que suponía Kant. En su opinión, el filósofo de Konigsberg no había tenido en cuenta una fuente fundamental de información sobre el mundo percibido (fenoménico): ¡nuestro propio cuerpo! El cuerpo es un objeto material, es algo que existe en el tiempo y el espacio. Y cada uno de nosotros tiene un conocimiento excepcionalmente rico de su propio cuerpo: un conocimiento que no surge del sistema perceptivo y conceptual sino que proviene de nuestro interior, emerge de nuestros sentimientos.
A través de nuestro cuerpo adquirimos conocimientos que no podemos conceptualizar ni comunicar porque la mayor parte de nuestra vida interna nos es desconocida. La reprimimos y no aflora en la superficie de nuestra conciencia porque tomar conocimiento de nuestra índole más profunda (nuestra crueldad, nuestros temores, nuestros apetitos sexuales, nuestra agresividad y nuestro egoísmo) nos causaría una conmoción que no podríamos soportar.
¿Suena conocido todo esto? ¿Se parece a las ideas freudianas sobre el inconsciente, el proceso primario, el ello, la represión y el autoengaño? ¿No está aquí el germen, los orígenes primigenios del psicoanálisis? Recordemos que las obras principales de Schopenhauer se publicaron cuarenta años antes de nacer Freud. A mediados del siglo XIX, cuando Freud apenas era un niño de escuela (lo mismo que Nietzsche, dicho sea de paso), Arthur Schopenhauer era el filósofo más leído de Alemania.
Ahora bien, ¿cómo comprendemos estas fuerzas inconscientes? ¿Cómo las comunicamos a los demás? Si bien es imposible conceptualizarlas, las experimentamos y, en opinión de Schopenhauer, las transmitimos directamente, sin palabras, a través de las artes. De ahí que él consagrara su atención, más que ningún otro filósofo, a las artes, y en especial a la música.
¿Qué dijo Schopenhauer del sexo? Puso bien en claro su opinión de que los impulsos sexuales jugaban un papel decisivo en la conducta humana, y en este aspecto también mostró su intrepidez intelectual: ningún filósofo anterior tuvo la sagacidad (ni el coraje) de escribir sobre la importancia capital del sexo en nuestra vida interior.
¿Y la religión? Schopenhauer fue el primer filósofo de peso que construyó su pensamiento sobre fundamentos ateos. Negó explícitamente y con vehemencia lo sobrenatural argumentando en cambio que vivíamos en el espacio y el tiempo, y que las entidades inmateriales eran construcciones falsas e innecesarias. Aun cuando muchos otros filósofos —como Hobbes, Hume, e incluso Kant— manifestaron su inclinación agnóstica, ninguno de ellos se atrevió a declarar en forma explícita que no creía. En primer lugar, dependían del Estado y de las universidades que los habían contratado y estaban impedidos, por consiguiente, de expresar opiniones en contra de la religión. Schopenhauer, en cambio, jamás tuvo un empleo ni lo necesitó, de modo que gozó de libertad para escribir lo que quería. Por la mismísima razón, un siglo y medio antes, Spinoza se negó a ocupar los altos puestos que le ofrecieron distintas universidades y prefirió ganarse el pan puliendo lentes.
¿Cuáles fueron las conclusiones que extrajo Schopenhauer de su conocimiento interno del cuerpo? Que hay en nosotros, y en toda la naturaleza, una fuerza primaria insaciable que no se da tregua y que él denominó "voluntad". "Dondequiera que miremos en la vida —escribió— observamos ese batallar que representa el núcleo, el “en sí mismo” de todo". ¿Y en qué consiste el sufrimiento? En "entorpecer esa batalla poniendo un obstáculo en el camino de la voluntad hacia su meta". ¿En qué consiste la felicidad, el bienestar? En "alcanzar la meta".
Deseamos, siempre deseamos. Por cada deseo satisfecho que asoma a nuestra conciencia, hay cuando menos otros diez que no lo son y que quedan envueltos en los velos inconscientes. La volición nos impulsa sin tregua pues cada deseo colmado cede al instante su puesto a otro, y otro, y otro, y así durante toda la vida.
Schopenhauer pensaba que, la vida humana da vueltas incesantemente entre el deseo y la saciedad. Pero ¿nos contentamos acaso cuando nos saciamos? ¡Ay!, sólo por muy breve tiempo. Casi enseguida se apodera de nosotros el hastío, y una vez más nos ponemos en movimiento, esta vez para huir de él.
"El trabajo, las preocupaciones, las faenas y los agobios es ciertamente lo que les toca en suerte a casi todos durante la vida. Pero si los deseos se colmaran apenas afloran, ¿en qué ocuparía la vida y emplearía su tiempo la gente? Supongamos que la raza humana se trasladara a un reino de Utopía, donde todo creciera espontáneamente y las palomas volaran, asadas ya para nosotros; donde todos encontraran su amor de inmediato y no tuvieran dificultad en conservarlo; allí los seres humanos morirían de hastío o se ahorcarían o, de lo contrario, la emprenderían unos contra otros, se estrangularían y asesinarían infligiéndose así más dolor que el que ahora les impone la naturaleza" ¿Qué es lo más terrible del hastío? ¿Por qué nos apresuramos a evitarlo? Porque es un estado en el cual no hay nada que nos distraiga, propicio para revelarnos pronto verdades intolerables sobre la existencia: nuestra propia insignificancia, el sinsentido de la existencia y el inexorable camino que nos lleva al deterioro y la muerte…
Entonces, ¿qué es la vida humana sino un Incesante ciclo de deseo, satisfacción, hastío y deseo otra vez? ¿Ocurre lo mismo con todas las formas de vida? La peor situación es la humana, dice Schopenhauer, porque a mayor inteligencia, más grande el sufrimiento.
¿Es que alguien es feliz alguna vez? ¿Se puede ser feliz? Schopenhauer no lo cree. En primer lugar, el hombre nunca es feliz y emplea toda su vida en bregar en pos de algo que, según cree, le dará la felicidad. Pocas veces lo logra y, cuando lo hace, sólo encuentra decepción: al final, es prácticamente un náufrago cuya barca llega a puerto con los mástiles destrozados y las jarcias arrancadas. Entonces, da igual que haya sido feliz o desgraciado porque la vida no es más que el fugaz momento presente, perdido para siempre.
La vida es una pendiente que desciende sin cesar, no sólo brutal sino también caprichosa:
Somos como ovejas que brincan en el campo mientras el carnicero las observa y elige una, y luego otra; pues en los días venturosos ignoramos las calamidades que el destino guarda para nosotros: enfermedades, persecución, pobreza, mutilación, ceguera, locura y muerte.
¿Eran las pesimistas conclusiones de Schopenhauer sobre la condición humana tan intolerables que lo hundieron en la desesperanza? ¿O fue exactamente al revés? ¿Pues su infelicidad la que lo llevó a la conclusión de que habría sido mejor que no existiera la vida humana? Consciente de ese dilema, Schopenhauer a menudo nos recuerda (y se recuerda a sí mismo) que la emoción tiene la capacidad de enturbiar y confundir el entendimiento, que el mundo entero adopta un aspecto sonriente cuando tiene motivos para regocijarse y otro, sombrío y lúgubre, cuando las penas lo abruman.

** Un año con Schopenhauer - Irvin D. Yalom.

21 mar 2018

EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD.

El problema de la libertad siempre ha sido un desafío no sólo para los teólogos, sino también para los filósofos. Precisamente porque la libertad podía poner a Dios en dificultades. La filosofía, rebajada en otras ocasiones al papel de sierva, podía acudir aquí en ayuda de Dios o, según las circunstancias, ponerlo todavía en mayores aprietos.
Spinoza analiza la consciencia de libertad como ilusión de la inmediatez: uno se siente libre en las propias decisiones y acciones sólo mientras se mantiene en tal inmediatez y a causa de ella. La libertad, por tanto, consiste sólo en «que los hombres... son conscientes de su querer, pero desconocen las causas que lo determinan». Es la libertad como autoengaño. Pero el descubrimiento de causas es también libertad y ciertamente libertad verdadera, pues, según Spinoza, nos libera del auto engaño. Somos libres cuando nos liberamos de la ilusión de la libertad. 
También Descartes escudriña todos los ángulos que hacen posible pensar la libertad. Distingue la acción libre de la acción arbitraria. 'Arbitrariedad' es un impulso humano que no está dirigido por la razón, un impulso al que la razón no le ha dado ningún 'argumento'. 'Arbitrariedad' es por tanto lo que carece de razón en nosotros. Lo que carece de razón es, a su vez, lo que no es 'necesario'. Pero nuestro entendimiento sólo está en casa cuando se ocupa de lo 'necesario'. Por eso, la 'arbitrariedad' es lo extraño, lo que hace violencia al entendimiento. Y puesto que el entendimiento es lo más humano en nosotros (ya que es divino), hay que concluir que esa «arbitrariedad» representa una amenaza para lo propiamente humano. En la 'arbitrariedad' se pierde la autonomía y uno se vuelve víctima de un acontecer que él mismo no ha producido sino que le arrastra. De modo que la arbitrariedad es falta de libertad y la necesidad es libertad. 
Con estos argumentos y otros de la misma índole, la filosofía da vueltas, durante siglos, en torno a un problema que constituye, en realidad, un misterio: el problema de la libertad. En esa zona, ardiente y tenebrosa, los discursos filosóficos se convierten en círculos viciosos.
Kant no resolvió el problema de la libertad ni disolvió su misterio; por el contrario, su mérito consiste en haber demostrado la imposibilidad de principio para resolver o disolver el problema de la libertad.
Hay y tiene que haber, según Kant, una doble perspectiva: si nos sentimos como seres en el tiempo, cada instante presente está conectado con la serie temporal, y, por tanto, con todo lo que precede. Pero puesto que yo sólo estoy en el instante presente y el pasado escapa a «la esfera de mi poder», no puedo nunca tener en mi poder lo que, en cuanto pasado, determina mi presente. Eso vale, como hemos dicho, para la auto experiencia de uno mismo en cuanto ser temporal. Ahora bien, como es bien sabido, el tiempo no pertenece, según Kant, al mundo 'en sí', sino que es una forma de la intuición de nuestro sentido (interior). El 'en sí' del mundo y nuestro propio yo carecen de tiempo. Pero, por otra parte, nos resulta imposible representarnos tal 'ausencia de tiempo' puesto que el 'tiempo' es una forma de la intuición absolutamente ineludible para que haya experiencia. En nosotros hay, pues, según Kant, un punto único, una experiencia única que nos arranca de la serie temporal condicionante, en la medida en que ésta queda detrás de nosotros y nos conecta con lo que todavía no es y debe llegar a ser. Nuestro presente, por muy condicionado que esté por lo anterior, lo vivenciamos como algo conectado con algo que podría ser (en el futuro) si así lo quisiéramos. Es una especie de condicionamiento al revés: nos condicionamos a nosotros mismos mediante lo que queremos verdaderamente que llegue a ser. Pero ningún impulso debe venir en ayuda de este querer, según Kant, pues en tal caso seríamos víctimas de una sensibilidad que ejerce poder sobre nosotros. Por eso, como es sabido, ese querer tiene que ser un deber. El deber no debe estar pertrechado secretamente con la fuerza natural del querer sino al contrario: el deber se alza contra el impulso natural del querer y produce otro querer que tiene fuerza propia. Quieres, porque debes. Debes querer. El deber tampoco ha de tener miramientos con el poder sino que por el contrario, siendo el deber incondicionado como es, demuestra su fuerza al producir el poder. Kant no concluye el deber a partir del poder sino el poder a partir del deber: «Puedes hacer lo que debes hacer», proclama el tajante imperativo de la conciencia. En la conciencia —y únicamente en ella— quedamos desgajados del imperio de la necesidad. En la conciencia se anuncia la 'cosa en sí' que nosotros mismos somos. Es el punto en el que podemos recoger un cabo de nuestra existencia trascendente; aquí experimentamos algo de la «absoluta espontaneidad de la libertad» (Kant) que constituye nuestro ser último.
Kant llama a esta dimensión del ser, que se nos manifiesta a través de la conciencia moral, nuestro ser «inteligible». Para él, entre nuestro ser empírico y nuestro ser «inteligible» media una tensión desgarradora. Explicar el porqué tiene que ser así, el porqué no se debe relajar la tensión, y cómo se puede vivir con ella. Los continuadores fueron incapaces, por regla general, de sostener ese equilibrio. Se precipitaron desde ese vértice aferrándose a uno de los polos que constituyen la tensión; unos al polo empírico y otros al «inteligible». 
Schelling publica su escrito Sobre esencia de la libertad humana y proyecta dentro del ser mismo la intrincada dualidad kantiana de libertad y necesidad cuyo ámbito de validez hasta entonces se había limitado a la experiencia humana. Pero Dios y el ser son, como en Spinoza, conceptos intercambiables. No obstante, al contrario de lo que pasa en Spinoza, el ser en Schelling no está constituido por un cosmos de cosas sino que es un universo de procesos, de acontecimientos, de actividades. Las 'cosas' son, por decirlo así, cristalizaciones, solidificación de acontecimientos. Hay que disolver por tanto de nuevo tales cosificaciones en los procesos que están en su base. Es así como Schelling, dando un giro genial, desarrolla su concepto de lo incondicionado: «Incondicionado es precisamente lo que no puede ser convertido en cosa.» Es un deber mostrar, «que todo lo que es real (la naturaleza, el mundo de las cosas), se funda en la actividad, la vida, la libertad...; que no sólo la yoidad es todo sino que también sucede lo contrario, que todo es yoidad». El «todo», el ser pleno, y en especial también la 'naturaleza', tienen que ser entendidos como 'yo'. A esa yoidad del todo Schelling le da el nombre 'Dios'.
Así que el oscuro misterio de la libertad, tal como el hombre lo experimenta en sí mismo, tiene que convertirse en un misterio del ser o de Dios. La dualidad kantiana de necesidad y libertad en la auto experiencia se convierte en una ambivalencia abarcadura de todo el ser, del mismo Dios. Pero lo mismo cabe decir de la experiencia de la necesidad. También ésta tiene tal evidencia que no cabe sino esparcirla igualmente «sobre todo el Universo». El ser está sujeto a un orden, con reglas y leyes, es decir, al reino de la necesidad. Pero el fundamento último de este orden sometido a normas es la espontaneidad. Esta es la idea central de Schelling. El ser sometido a reglas es resultado de un auto sometimiento de la absoluta espontaneidad a la cual Schelling llama Dios. En el mundo, tal como se nos presenta, «todo es regla, orden y forma; pero en el fondo queda siempre lo carente de regla, como si pudiese abrirse camino de nuevo... Esa es la base inexplicable de la realidad de las cosas, el resto absolutamente irreductible, lo que no se puede disolver en el entendimiento por grande que sea el esfuerzo que se haga para conseguirlo, algo que permanece eternamente en el fondo de todo».
Para Schopenhauer, la libertad es un auto engaño. Pues lo que sigue estando en la oscuridad es el hecho de si también la voluntad, a la que siempre percibo en acción dentro de mi auto consciencia, es o no es libre. La cuestión estriba en saber si, por el hecho de ser libre para hacer determinadas cosas, soy libre también para quererlas. Desde la perspectiva de la auto consciencia inmediata no es posible dar ninguna respuesta, pues la voluntad es algo originario para ella. Tan originaria es la voluntad para la auto consciencia que, en sentido estricto, uno sólo sabe lo que quiere después de haber querido. Sólo hay consciencia de la propia voluntad 'post festum'. De modo que no es posible obtener información de la auto consciencia sobre la cuestión de si la voluntad misma es libre o no. Ese planteamiento sólo conduce hacia ese «oscuro interior» en el que sentimos vivir la voluntad; para adquirir más información debemos saltar de la auto consciencia inmediata a la «consciencia de otras cosas»; es decir, cuando nos consideramos a nosotros mismos como cosas entre otras cosas, o sea, desde una perspectiva exterior. Entonces aparece un nuevo escenario: contemplo ahora todo un mundo de cosas, hombres, etc., alrededor de mí, los cuales influyen sobre mi voluntad, condicionan sus movimientos, le proporcionan objetos y le presentan motivaciones. Schopenhauer afirma que la relación entre este 'medio circundante' y mi voluntad debe ser considerada, desde esta perspectiva, como algo estrictamente causal. El hombre actúa del mismo modo que cae la piedra o reacciona la planta: responde ante los motivos con necesidad forzosa. La motivación es causalidad que actúa a través del conocimiento. La voluntad no puede reaccionar más que de un modo determinado cuando determinados motivos entran en su 'campo de visión'. Entre el motivo que actúa sobre la voluntad y la acción de la misma existe una causalidad estricta, una necesidad que excluye la libertad. El ser humano puede, sin embargo, «representarse repetidamente y en una sucesión arbitraria, mediante su capacidad de pensar, los motivos cuyo influjo experimenta, para presentarlos ante la voluntad. Eso es lo que se llama reflexionar, tiene, pues, la capacidad de deliberación y, en virtud de la misma, adquiere una capacidad de elección mucho mayor que la que le resulta posible al animal. Pero eso no significa sino que es relativamente libre, libre a saber, de sufrir el influjo forzoso inmediato de los objetos que actúan sobre su voluntad como motivos y que están presentes intuitivamente, una forzosidad a la que los animales están sometidos sin más: el hombre,' por el contrario, se determina a sí mismo, con independencia de los objetos presentes a partir de pensamientos que constituye sus motivos. Esta libertad relativa es también, en el fondo, lo que las personas instruidas pero sin un pensamiento profundo entienden como libertad de la voluntad, algo que manifiestamente sitúa al hombre por encima del animal» . Pero esta «capacidad de reflexión» no cambia para nada el hecho de que, al encontrarse mi voluntad y el motivo más fuerte para ella, entre el motivo y mi acción rija una causalidad estricta y una estricta necesidad.

** Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Safranski, Rudiger.

15 ene 2018

EL ABORTO Y LA ÉTICA.

La idea de que el feto es un ser humano “desde el momento de la concepción” es una idea relativamente nueva, incluso dentro de la Iglesia cristiana.
Santo Tomás de Aquino sostuvo que un embrión no tiene alma sino hasta después de varias semanas de embarazo. Santo Tomás aceptó la idea de Aristóteles de que el alma es la “forma sustancial” del hombre, es decir, no se puede tener alma humana hasta que el cuerpo tenga una forma reconociblemente humana. Santo Tomás sabía que un embrión humano no tiene forma humana “desde el momento de la concepción”, y sacó la conclusión indicada.
La opinión de Santo Tomás al respecto fue aceptada oficialmente por la Iglesia en el Concilio de Viena de 1312, y hasta el día de hoy nunca ha sido oficialmente repudiada. En el siglo XVII, no obstante, se llegó a aceptar una curiosa idea del desarrollo fetal, y esto tuvo consecuencias inesperadas para el punto de vista de la Iglesia sobre el aborto.
Observando un óvulo fertilizado a través de microscopios primitivos, algunos científicos imaginaron que veían personas diminutas, perfectamente formadas. Llamaron a esta pequeña persona un “homúnculo”, y así se estableció la idea de que desde un principio el embrión humano es una criatura completamente formada que sólo necesita crecer y crecer hasta llegar a nacer.
Si el embrión tiene forma humana desde el momento de la concepción, entonces se sigue, según la filosofía de Aristóteles y de santo Tomás, que puede tener un alma humana desde el momento de la concepción. La Iglesia sacó esta conclusión y adoptó la opinión conservadora acerca del aborto. El “homúnculo”, se dice, es sin duda un ser humano, y por eso es incorrecto matarlo.
Sin embargo, a medida que nuestro entendimiento de la biología humana progresó, los científicos empezaron a darse cuenta de que esta perspectiva del desarrollo fetal estaba equivocada. No hay tal homúnculo; eso era un error. Hoy día sabemos que el pensamiento original de santo Tomás era correcto: los embriones empiezan como un grupo de células; la “forma humana” viene después. Pero cuando se corrigió el error biológico, el punto de vista moral de la Iglesia no volvió a la antigua posición. Habiendo adoptado la teoría de que el feto es un ser humano “desde el momento de la concepción”, la Iglesia ya no cambió de opinión y se aferró al punto de vista conservador acerca del aborto. A pesar del Concilio de Viena, ha sostenido esta opinión hasta el día de hoy.


Dado que la Iglesia tradicionalmente no vio al aborto como cuestión moral grave, el derecho occidental (que se desarrolló bajo la influencia de la Iglesia) tradicionalmente no trató al aborto como delito. Según el derecho consuetudinario inglés (common law), el aborto era tolerado incluso si se realizaba en una etapa avanzada del embarazo. En los Estados Unidos no hubo leyes que lo prohibieran sino hasta bien entrado el siglo XIX. 
De este modo, cuando la Suprema Corte de Estados Unidos declaró que la prohibición absoluta del aborto era inconstitucional en 1973, no estaba invalidando una larga tradición de opinión moral y legal; tan sólo estaba restaurando una situación jurídica que había existido hasta muy recientemente.
Se deja en claro entonces que la relación entre la autoridad religiosa y el juicio moral así como la tradición eclesiástica, y las Escrituras, es reinterpretada por cada generación para apoyar sus propias opiniones morales. El aborto es sólo un ejemplo al igual que las opiniones morales y religiosas acerca de la esclavitud, la condición de la mujer o la pena capital. En cada caso, las convicciones morales de la gente no se derivan tanto de su religión, sino que se sobreponen a ella.
Lo correcto y lo incorrecto no deben definirse en términos de la voluntad de Dios; la moral es cuestión de razón y de conciencia, no de fe religiosa; y en todo caso, las consideraciones religiosas no dan soluciones definitivas a los problemas morales específicos que confrontamos. 
En una palabra, la moral y la religión son diferentes. Dado que esta conclusión es contraria a lo convencional, puede parecer antirreligiosa. Pero esta conclusión no  cuestiona la validez de la religión. Los argumentos no suponen que el cristianismo o cualquier otro sistema teológico sean falsos; estos argumentos simplemente demuestran que incluso si tal sistema es verdadero, la moral sigue siendo cuestión aparte.

LA ÉTICA Y LA TEORÍA DEL DERECHO NATURAL.

En la historia del pensamiento cristiano, la teoría dominante de la ética le corresponde a la teoría del derecho natural
Esta teoría tiene tres partes principales:
1. La teoría del derecho natural descansa sobre una cierta idea de cómo es el mundo.
Según ella, el mundo es un orden racional, con valores y propósitos que son partes integrales de su misma naturaleza. Esta concepción se deriva de los griegos, cuya manera de entender el mundo dominó el pensamiento occidental durante más de 1700 años. Una característica central de esta concepción era la idea de que todo en la naturaleza tiene un propósito.
Aristóteles incorporó esta idea en su sistema de pensamiento alrededor del año 350 a.C., cuando dijo que, con el fin de entender cualquier cosa, debían hacerse cuatro preguntas: ¿qué es?, ¿de qué está hecho?, ¿cómo llegó a existir? y ¿para qué sirve?. “La naturaleza —dijo— pertenece a la clase de causas que actúan para algo.”
Uno de sus ejemplos era que tenemos dientes para poder masticar. Esos ejemplos biológicos son bastante persuasivos; cada parte de nuestros cuerpos parece intuitivamente tener un propósito especial: los ojos son para ver; el corazón, para bombear sangre, y así sucesivamente. Pero la afirmación de Aristóteles no se limitó a seres orgánicos. Según él, todo tiene un propósito. 
De este modo, el mundo es un sistema ordenado y racional, en el que cada cosa tiene su propio lugar y sirve a un propósito especial propio. Hay una clara jerarquía: la lluvia existe para las plantas, las plantas existen para los animales y los animales existen, por supuesto, para el hombre, cuyo bienestar es el propósito de todo este ordenamiento. 
De modo que hay que pensar evidentemente que, de manera semejante, las plantas existen para los animales, y los demás animales para el hombre: los domésticos para su servicio y alimentación; los salvajes, si no todos, al menos la mayor parte, con vistas al alimento y otras ayudas, para proporcionar vestido y diversos instrumentos. Por tanto, si la naturaleza no hace nada imperfecto ni en vano, necesariamente ha producido todos esos seres para el hombre. Esto parece asombrosamente antropocéntrico. Sin embargo, se puede perdonar a Aristóteles si consideramos que virtualmente todo pensador importante en nuestra historia ha tenido este tipo de pensamiento. Los seres humanos son una especie notoriamente vanidosa.
Los pensadores cristianos posteriores encontraron esta perspectiva del mundo perfectamente aceptable. Sólo faltaba una cosa: se necesitaba a Dios para tener el cuadro completo. (Aristóteles negó que Dios fuera una parte necesaria de este cuadro. Según él, la cosmovisión que hemos delineado no era religiosa; era simplemente una descripción de cómo son las cosas.) De este modo, los pensadores cristianos dijeron que la lluvia caía para ayudar a las plantas porque ésa era la intención del Creador, y los animales existían para bien de los humanos porque para eso los había hecho Dios. Por tanto, los valores y propósitos eran concebidos como parte fundamental de la naturaleza de las cosas, porque se creía que el mundo había sido creado de acuerdo con un plan divino. 
2. Un corolario de esta manera de pensar es que “las leyes de la naturaleza” no sólo describen cómo son las cosas, sino que también especifican cómo deben ser las cosas. Las cosas son como tienen que ser cuando sirven a sus propósitos naturales. Cuando no sirven a esos propósitos o cuando no pueden hacerlo, las cosas han tomado un mal camino. 
Los ojos que no pueden ver son defectuosos, y  la sequía es un mal natural; en ambos casos, lo malo se explica tomando como referencia la ley natural; pero también hay implicaciones para la conducta humana. Hoy día no se considera que las reglas morales se derivan de las leyes de la naturaleza; se dice que algunas formas de conducta son “naturales”, mientras que otras son contra natura; y se dice que los actos contra natura son moralmente incorrectos. Consideremos, por ejemplo, el deber de la beneficencia. Estamos obligados moralmente a preocuparnos por el bienestar de nuestro vecino tanto como por el nuestro. ¿Por qué? Según la teoría del derecho natural, la beneficencia es natural en nosotros, considerando la clase de criaturas que somos. Somos, por naturaleza, criaturas sociales que quieren y necesitan la compañía de otras personas. Preocuparnos por otros también forma parte de nuestra constitución natural. Alguien que no se preocupa en absoluto por los demás —que realmente no se preocupa en lo más mínimo— es visto como un perturbado o, en términos de psicología moderna, como un sociópata. 
Así como los ojos que no pueden ver, una personalidad maligna es defectuosa. Y, podríamos añadir, esto es verdad porque hemos sido creados por Dios, con una naturaleza “humana” específica, como parte de su plan general del mundo. 
Aprobar la beneficencia causa relativamente pocas controversias. Sin embargo, la teoría del derecho natural se ha empleado también para apoyar opiniones morales que son más discutibles. Tradicionalmente, los pensadores religiosos han condenado las prácticas sexuales “desviadas”, y la justificación teórica de su oposición ha llegado las más de las veces de la teoría del derecho natural. Si todo tiene un propósito, ¿cuál es el propósito del sexo? La respuesta obvia es la procreación. La actividad sexual que no está conectada con tener hijos puede ser vista, por tanto, como contra natura y, así prácticas tales como la masturbación, sexo gay  y el sexo oral pueden condenarse por esta razón.
Tal manera de pensar acerca del sexo se remonta por lo menos a san Agustín, en el siglo IV, y es explícita en los escritos de santo Tomás de Aquino. La teología moral de la Iglesia católica está basada en la teoría del derecho natural. Esta línea de pensamiento es el fundamento de toda su ética sexual. 
Fuera de la Iglesia católica, la teoría del derecho natural tiene pocos defensores hoy en día.  Generalmente se le rechaza por dos razones:
Primera, parece implicar una confusión entre “ser” y “deber”. En el siglo XVIII, David Hume señaló que lo que es y lo que debe ser son nociones  lógicamente distintas, y que ninguna conclusión acerca de una se sigue de la otra. Podemos decir que la gente está naturalmente dispuesta a la caridad, pero no se sigue de allí que deba ser caritativa. De modo similar, puede ser que de hecho el sexo produzca bebés, pero de eso no se deriva que uno deba o no deba practicar el sexo sólo con ese propósito.
Los hechos son una cosa, los valores otra. La teoría del derecho natural parece confundirlos.
En segundo lugar, la teoría del derecho natural ha pasado de moda porque la visión del mundo sobre la que descansa está en desacuerdo con la ciencia moderna. El mundo descrito por Galileo, Newton y Darwin no tiene lugar para “hechos” acerca de lo que es correcto e incorrecto. Sus explicaciones de fenómenos naturales no hacen referencia alguna a valores o propósitos. Lo que sucede sólo sucede, de manera fortuita, como resultado de las leyes de causa y efecto. Si la lluvia beneficia las plantas, es sólo porque las plantas han evolucionado según las leyes de la selección natural en un clima lluvioso.
De este modo, la ciencia moderna nos da una visión del mundo como un reino de hechos, en donde las únicas “leyes naturales” son las leyes de la física, la química y la biología, que trabajan ciegamente y sin ningún propósito. Cualesquiera que sean los valores que haya, éstos no forman parte del orden natural. En cuanto a la idea de que “la naturaleza ha hecho todas las cosas específicamente para el hombre”, es pura vanidad humana. En la medida en que se acepte la cosmovisión de la ciencia moderna, en esa medida se será escéptico ante la teoría del derecho natural. No es casualidad que la teoría fuera un producto, no del pensamiento moderno, sino de la Edad Media. 
3. La tercera parte de la teoría enfoca la cuestión del conocimiento moral. ¿Cómo haremos para determinar lo que es correcto y lo que es incorrecto? La teoría del mandato divino dice que debemos consultar los mandamientos de Dios.
La teoría del derecho natural da una respuesta distinta. Las “leyes naturales” que especifican lo que debemos hacer son leyes de razón, que somos capaces de aprehender porque Dios, el autor del orden natural, nos ha hecho seres racionales con capacidad para entender ese orden. Por tanto, la teoría del derecho natural se adhiere a la idea común de que lo correcto es el curso de acción que tenga las mejores razones de su parte.

Para usar la terminología tradicional, los juicios morales son “dictados de la razón”. Santo Tomás de Aquino, el más grande de los teóricos del derecho natural, escribió en su obra maestra, la Suma teológica, que “menospreciar el dictado de la razón es equivalente a condenar el mandato de Dios”. Esto significa que el creyente religioso no tiene un acceso especial a la verdad moral. El creyente y el no creyente están en la misma posición. Dios les ha dado a ambos los mismos poderes de razonamiento; y así, tanto el creyente como el no creyente pueden igualmente escuchar la razón y seguir sus directivas. Funcionan como agentes morales de la misma manera, a pesar de que la falta de fe de los no creyentes les impida comprender que Dios es el autor del orden racional en el que participan y que sus propios juicios morales expresan.
Esto deja a la moral como independiente de la religión, en un sentido importante. La creencia religiosa no afecta el cálculo de lo que es lo mejor, y los resultados de la investigación moral son “neutrales” en lo religioso. De esta manera, incluso si pueden estar en desacuerdo acerca de la religión, creyentes y no creyentes habitan el mismo universo moral.


*Introducción a la Filosofía Moral; James Rachels-2006.

5 ene 2018

MIL AÑOS ATRÁS.

Bucear en las analogías y en las diferencias que existen entre los sentimientos de las sociedades de hace mil años y las actuales puede resultar un gratificante ejercicio. El hombre del Medievo vivía, en estado de extrema debilidad ante las fuerzas de la naturaleza, vivía en un estado de precariedad material comparable al de los pueblos más pobres del África de hoy. Tampoco el hombre actual ha conseguido sacudirse las angustias de vivir en un mundo en el que determinadas catástrofes naturales muestran la insuficiencia del desarrollo de las ciencias y las técnicas empeñadas en dominar las fuerzas de la naturaleza. Y ¿qué decir también de la impotencia del pasado y del presente ante ciertas enfermedades presentadas como una suerte de castigo divino?
La Europa del siglo X, aun con sus reconocidas limitaciones, estaba superando la dura prueba de la desintegración del Imperio carolingio, de las segundas migraciones o de la decadencia de la vida eclesiástica. En una sociedad amenazada por las fuerzas disolventes, la Iglesia, Cluny, la renovación de las formas artísticas o la restauración de la idea imperial son expresiones de una comunidad de fe en expansión. El propio feudalismo, tachado muchas veces de desintegrador, es también el reorganizador de la sociedad sobre bases diferentes.

El año mil supuso el tránsito de una sociedad muy ritualizada y estática, cuál era la carolingia, a otra más dinámica. Se caracterizará por la expansión de las peregrinaciones, las cruzadas, la gran eclosión de la vida monástica o la aparición de diversos movimientos reformadores. En mayor o menor grado los precedentes de estos movimientos se van perfilando a lo largo de todo el siglo X entre el final del siglo X y el principio del siglo XII, Occidente, que hasta entonces no era más que una simple expresión geográfica, se convierte en una realidad con el nacimiento de la cristiandad”
Una de las vías que hizo posible esa realidad fue Cluny y los proyectos de regeneración de la vida monástica. La fundación de Cluny en el 910 se convierte en la capital de la historia del monacato europeo. Sus monjes se ganaron una bien merecida fama por su rigurosa vida y por el esplendor y prodigalidad de su oración. Los abades del siglo X fueron personajes de extraordinario prestigio relacionados con los gobernantes de la época. Una política que, en los años siguientes y desbordando el milenario, seguirá. Pero ni la plenitud de Cluny se alcanzó en el siglo X, ni el siglo X fue exclusivamente el de esta potente institución en el ámbito monástico. Por los mismos años Gerardo de Brogne hacía del convento fundado cerca de Namur la cabeza de una congregación. Los monasterios tuvieron el papel primordial en el desarrollo de la vida cultural en el entorno del año mil. Los monasterios más que los obispados serán los articuladores de la Iglesia en el ducado.
 En los años iniciales del siglo X dos acontecimientos marcaron una importante huella en la evolución de la vida religiosa europea: la ya mencionada fundación del monasterio de Cluny y la conversión al cristianismo de un nutrido grupo de normandos asentados en la zona francesa del Canal de la Mancha. Se iniciaba así la lenta incorporación de los pueblos del norte al edificio del cristianismo.

En el 911 el acuerdo de Saint-Clair-sur-Epte suscrito entre el caudillo Rollón y el rey de Francia Carlos el Simple reconocía al primero la pacífica posesión de las tierras del bajo Sena a cambio de la fidelidad prestada al monarca. La tradición presenta al jefe normando recibiendo las aguas del bautismo unos meses después de la firma del acuerdo. Por entonces, un obispo de Reims se lamentaba de cómo los bárbaros, una vez bautizados, “seguían con sus costumbres paganas, matando cristianos, asesinando sacerdotes y haciendo sacrificios a sus antiguos ídolos”.
En la alta Edad Media la Iglesia había ejercido una gran influencia en la sociedad occidental, pero nunca pretendió ponerse a la cabeza de ella y, menos, usurpar dicho papel a la monarquía. En ese tiempo, ambos poderes, Iglesia y Estado, se relacionaron tan íntimamente, que fruto de esa colaboración fue la simbiosis reflejada en la misión del rey como jefe del pueblo cristiano. Sin embargo, alrededor del año mil, la situación se modificará y el proceso de feudalización de la sociedad producirá cambios sustanciales, que serán recogidos en los esquemas ideológicos de la época. Uno de los más famosos fue expresado por Adalberón de Laón, hacia 1015, al presentar la estructura de la sociedad cristiana occidental como triple y unitaria, igual que la concepción de la Trinidad, a la que había tomado por modelo. Un solo pueblo, dividido en tres categorías según su cometido o función: los que rezaban, los que combatían y los que trabajaban.
Los tres, manteniendo relaciones y servicios de subordinación y, a la vez, desempeñando un papel de ayuda mutua y recíproca. A la cabeza de esta sociedad trifuncional se situaron los clérigos, puesto que su misión era la más alta y noble: conducir a los hombres ante Dios e interceder por ellos. Desde entonces, el estamento eclesiástico adquirió un desarrollo extraordinario y cobró un gran impulso moral y religioso. Desde esa plataforma, el clero fue capaz de definir un nuevo concepto de sacerdocio y de trasmitir a Occidente la necesidad de reformar la propia sociedad cristiana.

Con estos cambios, desde mediados del siglo XI, algunos pensadores comprendieron que la Iglesia necesitaba sacudirse la tutela de emperadores, reyes y señores feudales, que disponían a su antojo de las cosas sagradas, Para ello era preciso liberar al clero de la sumisión a esas autoridades laicas y, además, volver a definir la posición de los dos grandes poderes: el religioso y el político.
Las relaciones entre Pontificado e Imperio y su lucha por la superioridad serían la clave de sustentación para este período histórico que transcurre desde mediados del siglo XI hasta fines del XIII. Una etapa donde aparecía el denominado régimen de cristiandad, es decir, la realización de la civilización cristiana medieval. En ella el papado alcanzó su máximo prestigio al extender su autoridad sobre todo el Occidente europeo e impulsar la renovación espiritual en este período central del Medievo.

3 ene 2018

¿REVOLUCIÓN O CONTINUIDAD CIENTÍFICA?

¿cuándo y cómo se origina la ciencia moderna? ¿la ciencia moderna tiene antecedentes?  ateniéndonos a los historiadores de la ciencia, debemos indicar que existe dos corrientes que tratan de dar respuesta a dichas interrogantes: el progreso científico y la historiografía moderna; la primera afirma la sucesión acumulativa de éxitos en el campo científico (continuista) y la otra nace en oposición al progreso científico y nos muestra la ruptura del proceso: revolución científica (rupturistas).
La teoría denominada continuista tenía entre sus principales objetivos el de reivindicar la importancia de la Edad Media y sus aportaciones a la ciencia, en contra de la imagen que los renacentistas habían creado de ella. Pero, especialmente su obra no se limitaba al descubrimiento del pensamiento científico de la Edad Media, sino a la consiguiente descalificación de la relevancia del periodo renacentista en la historia de la ciencia.
Según estos historiadores, la Edad Media es, en realidad, creadora de métodos y teorías que constituyen el origen, el inicio de la ciencia moderna. Es decir, el continuismo afirmaba la continuidad entre los métodos y teorías de los siglos XIII y XIV, según las distintas versiones, y los del siglo XVII. En esta perspectiva el Renacimiento constituye un periodo de decadencia en la investigación, incluso un momento de oposición a este proceso o progreso científico. Así fue que estos historiadores buscaron reparar la injusticia que cometieran los propios humanistas al inventar la imagen de la Edad Media como "edad tenebrosa". Entre las principales figuras de esta corriente tenemos a Pierre Duhem, Lynn Thorndike y William Wallace.

Pierre Duhem

Por otra parte, paralelamente, tanto en el campo de la historia de la filosofía como en el de la ciencia, se desarrolla, otro movimiento historiográfico que reafirma la ruptura del Renacimiento con el Medievo. Por lo que respecta al pensamiento filosófico y científico esto implica, naturalmente, negar la continuidad de teorías y métodos entre la Edad Media y el siglo XVII. Significa, por tanto, negar que los orígenes de la ciencia moderna se hallen en la Edad Media. Muy al contrario, para estos historiadores, esos orígenes se hallan en el Renacimiento. En general, podemos decir que estos historiadores son rupturistas en cuanto que niegan la continuidad entre los métodos y teorías del siglo XIV y los del siglo XVII. Pero, a su vez, atribuyen los orígenes de la ciencia moderna al Renacimiento. Entre sus principales representantes tenemos a Wilhem Dilthey, Ernst Cassirer y G. Gentile. 

                                                        Wilhem Dilthey

Hay dos diferencias importantes entre estas teorías. Los continuistas medievalistas afirmaban especialmente una continuidad de método. Mientras que los renacentistas, insisten especialmente en "una nueva filosofía", "una nueva visión del mundo", "una nueva relación hombre-naturaleza" que habría introducido el Renacimiento. Esta nueva visión tiene, naturalmente, claras e importantes consecuencias en el terreno metodológico. Pero en este caso, los elementos metodológicos aparecen como una consecuencia, como un efecto de algo más fundamental o general. No se postula un método como origen y causa de la ciencia moderna, como en el caso del continuismo medievalista.
Pero hay otra diferencia importante. Ninguno de los renacentistas niega, como era frecuente en el caso de los medievalistas, la existencia de una revolución científica. Muy al contrario, todos ellos la afirman.
En el caso del continuismo medievalista, lo que se propugna es una continuidad intrateórica, intracientífica. En este caso, los orígenes de la ciencia moderna significa exactamente que empieza en y con el escolasticismo tardío, y que luego es entorpecida con el humanismo, y es continuada en el siglo XVII, sin transformación revolucionaria alguna. 
Para los historiadores que sostienen que los "orígenes de la ciencia moderna", están en el Renacimiento, aceptan explícita y reiteradamente que la ciencia moderna empieza en el siglo XVII, y más aún, que lo hace de un modo revolucionario. Es decir, afirman la existencia de la Revolución Científica. Es obvio, pues, que "orígenes de la ciencia moderna" no significa lo mismo para ambos. Para los continuistas renacentistas viene a significar que, sea cual sea el elemento inmediatamente responsable del inicio revolucionario de la ciencia moderna, sea un elemento metodológico u otro, tiene su causa primera en algo más global, en un cambio de actitud ante la naturaleza, en una nueva filosofía, y eso es lo importante.

12 dic 2017

LO INDEFINIDO Y ACELERADO.

Cuando Baruch Spinoza escribe su Ética la concepción aristotélica del mundo ha sido ya abandonada o está en trance de serlo. En el siglo XVII en el que escribe Spinoza el deseo está abandonando ya esa posición inferior y negativa que tenía en el universo aristotélico, entre otras razones porque en la representación de los europeos de su época no hay ya un mundo inferior o superior y los movimientos sublunar y supralunar aristotélicos se han convertido en un único movimiento.



Dos siglos antes Copérnico había puesto en duda la cosmología que el cristianismo medieval había heredado de Aristóteles, y había desplazado a la tierra del centro del universo pero también había puesto las bases para disolver esa jerarquía de los movimientos que permitía ordenar el deseo en función de un movimiento perfecto y circular y en último término de una instancia final inmóvil (dios). Desplazada la tierra del centro, perdido el ideal de perfección del círculo, el movimiento se liberaba y con él la visión del espacio mismo. El universo dejaba de verse como esa esfera de esferas, cerrada y perfecta y la idea misma de la infinitud, atribuida hasta  entonces por la tradición cristiana al mundo sobrenatural de la divinidad, se traslada a la naturaleza misma. Eso significaba la desaparición del límite, la pérdida del ideal inmóvil, significaba la posibilidad de la expansión sin fin.

Giordano Bruno fue condenado todavía por anticiparse a defender públicamente una representación como ésa. En su libro Sobre los infinitos mundos afirmaba la existencia de un universo que se parece ya más al nuestro que al que tenían en mente los antiguos y los medievales: un mundo infinito en permanente expansión, que se aproxima a las visiones intuitivas de la física contemporánea y a la idea dominante en nuestro mundo, donde el universo se considera en expansión.
Esa idea aceptada y reflejada ya en pleno siglo XVII fue la que le costó la vida a Bruno. Desde que él la formuló de modo casi poético no ha habido avance científico que no la haya corroborado tanto desde el punto de vista de la cosmología como desde otros ámbitos, especialmente desde la física y las matemáticas.
La idea del infinito es asimilada en la modernidad en diferentes materias: como idea del progreso, como algo indefinido que manejaron los filósofos idealistas; de algún modo también en el psicoanálisis, cuando se asevera que el deseo nunca puede encontrar una satisfacción; en economía, cuando se dice que el crecimiento económico no puede detenerse, y aunque no se corresponden exactamente con el infinito matemático y físico, poseen una considerable  afinidad  con  él  y  son  las  que  enmarcan  la  mayor  parte  de  nuestras representaciones cotidianas sobre las cosas.
En la modernidad la naturaleza es sólo un dato, pero ha dejado de ser un principio regulativo y limitador. No hay ya tal cosa, sino crecimiento y aceleración, este universo  tiene  su  premisa  en  el  crecimiento  indefinido  que  podemos  llamar  lo  infinito  de modo  intuitivo.  El  progreso  no  necesita  ya  ser  proclamado,  ni  siquiera  es  ya  un  objetivo, porque  es  nuestro  modo  de  ser.  

Lo cierto es que Spinoza dilucidaba ya un universo mental, un mapa conceptual dominante en el que se había ausentado esa idea de la naturaleza como límite interno dominante, la potencia como principio explicativo era una forma de expresar ese principio dominante con tendencia a la expansión. La naturaleza como principio interior a desaparecido y se ha convertido en simple recurso al que nos dirigimos para agotarlo en función de nuestro deseo interminable e incesante.

5 dic 2017

FALSEANDO EL UNIVERSO.

La crítica más original a la razón humana en su uso especulativo lo hizo Friedrich Heinrich Jacobi al sostener que el hombre al verse inclinado a la investigación del mundo que lo rodea, ante la diversidad e inconstancia de los fenómenos de la naturaleza ha buscado siempre lo permanente, para ello procedió a contrastar los testimonios acerca de las cosas que cada uno de los sentidos aportaba, con el objeto mismo. 

Sin embargo, señala Jacobi, los seres humanos tuvieron que aceptar que únicamente podía atribuirse al objeto aquello que todos los sentidos podían conocer de él. El entendimiento humano se quedó, entonces, con unas pocas nociones: existencia y coexistencia, acción y reacción, espacio y movimiento, conciencia y pensamiento. Sólo estos conceptos podían ser legítimamente atribuidos a los objetos, liberados así de todas las cualidades ocultas. 
Con esto, indica Jacobi, la necesidad especulativa de los seres humanos debería haberse dado por satisfecha. Sin embargo, el ser humano no podía contentarse con ello. La pluralidad y la riqueza de las percepciones, la posibilidad de compararlas entre sí, generan “la necesidad de la abstracción y el lenguaje”. Según Jacobi, la razón abstrae los aspectos comunes de las diferentes percepciones, forma conceptos generales, que se conectan con ciertos sonidos y constituyen el lenguaje. De este modo surge un mundo racional, en el que signos y palabras ocupan el lugar de las sustancias y las fuerzas, afirma. 
Este mundo de la razón, es el resultado de esa necesidad natural de conocer la naturaleza que experimentan todos los seres sensibles. Es el principio mismo de la vida, la necesidad de conservar su propia existencia, lo que lleva a los hombres a la investigación de la naturaleza, a la formación de conceptos abstractos y a la producción de un lenguaje que les permita referirse a esos conceptos generales, ampliarlos y combinarlos entre sí. Ahora bien, el problema es que este proceso pone en evidencia que lo que la razón efectivamente conoce no son los objetos mismos, sino los conceptos que ella misma forma mediante un proceso de des-cualificación a partir de su experiencia sensible sumamente diversa. 
La conclusión de Jacobi es que “nos apropiamos del universo a la vez que lo desgarramos y creamos un mundo de imágenes, ideas y palabras, adecuado a nuestras facultades, totalmente diferente del real y verdadero”. Intentando  aprehender  lo  real  mediante  su  razón especulativa, el hombre fabrica una realidad artificial que pone en lugar de aquella realidad verdadera. El mundo es reemplazado por imágenes, palabras e ideas que, conectadas entre sí, perfectamente acomodadas las unas a las otras, también conforman un mundo, aunque muy alejado del efectivamente real. Conocer es desgarrar la realidad, pues el proceso de conocimiento racional, en vez de acceder a los objetos, produce otra realidad, ésta sí, a la medida de sus propias habilidades. La razón, incluso la más cultivada, no conoce sino poniendo diferencias y volviendo a quitarlas, realizando abstracción de algunos aspectos y conservando otros; sus operaciones no van más allá del ser consciente, reconocer y concebir.
Esta razón se revela, pues, no como una facultad de captar la realidad, sino como una facultad activa que produce la realidad, otra realidad que reemplaza la verdadera, una realidad completamente racional. Lo que los seres humanos producen de esta manera, lo comprenden en la medida en que es su creación; lo que no se deja crear de esta manera, no lo comprenden, sostiene Jacobi. El entendimiento no va más allá de lo que ha producido.

Así pues, explicar el universo racionalmente se revela como una tarea imposible. La condición de posibilidad de la existencia de un mundo, su causa, su fundamento, no puede ser conocido por la razón humana, pues éste se encuentra más allá de sus conceptos, más allá de la conexión entre seres condicionados, más allá de la naturaleza. Buscar explicar la causa de la naturaleza equivale a querer transformar lo sobrenatural en natural o lo natural en sobrenatural. Nuevamente, el juicio de Jacobi es terminante: la razón podrá conocer, concebir, juzgar, conectar cosas de la naturaleza, pero la naturaleza completa no revela al entendimiento que la investiga más que lo que ella misma contiene, esto es, una multiplicidad de seres existentes, modificaciones, juegos de formas. Jamás le mostrará un comienzo verdadero, jamás un principio real de algún ser objetivamente existente. 










LA VIDA ES UN FUGAZ MOMENTO PRESENTE, PERDIDO PARA SIEMPRE.

La obra fundamental de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación,  escrita cuando el autor contaba veintitantos años, fue publi...