El problema de la libertad siempre ha sido un desafío no sólo para los teólogos, sino también para los filósofos. Precisamente porque la libertad podía poner a Dios en dificultades. La filosofía, rebajada en otras ocasiones al papel de sierva, podía acudir aquí en ayuda de Dios o, según las circunstancias, ponerlo todavía en mayores aprietos.
Spinoza analiza la consciencia de libertad como ilusión de la inmediatez: uno se siente libre en las propias decisiones y acciones sólo mientras se mantiene en tal inmediatez y a causa de ella. La libertad, por tanto, consiste sólo en «que los hombres... son conscientes de su querer, pero desconocen las causas que lo determinan». Es la libertad como autoengaño. Pero el descubrimiento de causas es también libertad y ciertamente libertad verdadera, pues, según Spinoza, nos libera del auto engaño. Somos libres cuando nos liberamos de la ilusión de la libertad.
También Descartes escudriña todos los ángulos que hacen posible pensar la libertad. Distingue la acción libre de la acción arbitraria. 'Arbitrariedad' es un impulso humano que no está dirigido por la razón, un impulso al que la razón no le ha dado ningún 'argumento'. 'Arbitrariedad' es por tanto lo que carece de razón en nosotros. Lo que carece de razón es, a su vez, lo que no es 'necesario'. Pero nuestro entendimiento sólo está en casa cuando se ocupa de lo 'necesario'. Por eso, la 'arbitrariedad' es lo extraño, lo que hace violencia al entendimiento. Y puesto que el entendimiento es lo más humano en nosotros (ya que es divino), hay que concluir que esa «arbitrariedad» representa una amenaza para lo propiamente humano. En la 'arbitrariedad' se pierde la autonomía y uno se vuelve víctima de un acontecer que él mismo no ha producido sino que le arrastra. De modo que la arbitrariedad es falta de libertad y la necesidad es libertad.
Con estos argumentos y otros de la misma índole, la filosofía da vueltas, durante siglos, en torno a un problema que constituye, en realidad, un misterio: el problema de la libertad. En esa zona, ardiente y tenebrosa, los discursos filosóficos se convierten en círculos viciosos.
Kant no resolvió el problema de la libertad ni disolvió su misterio; por el contrario, su mérito consiste en haber demostrado la imposibilidad de principio para resolver o disolver el problema de la libertad.
Hay y tiene que haber, según Kant, una doble perspectiva: si nos sentimos como seres en el tiempo, cada instante presente está conectado con la serie temporal, y, por tanto, con todo lo que precede. Pero puesto que yo sólo estoy en el instante presente y el pasado escapa a «la esfera de mi poder», no puedo nunca tener en mi poder lo que, en cuanto pasado, determina mi presente. Eso vale, como hemos dicho, para la auto experiencia de uno mismo en cuanto ser temporal. Ahora bien, como es bien sabido, el tiempo no pertenece, según Kant, al mundo 'en sí', sino que es una forma de la intuición de nuestro sentido (interior). El 'en sí' del mundo y nuestro propio yo carecen de tiempo. Pero, por otra parte, nos resulta imposible representarnos tal 'ausencia de tiempo' puesto que el 'tiempo' es una forma de la intuición absolutamente ineludible para que haya experiencia. En nosotros hay, pues, según Kant, un punto único, una experiencia única que nos arranca de la serie temporal condicionante, en la medida en que ésta queda detrás de nosotros y nos conecta con lo que todavía no es y debe llegar a ser. Nuestro presente, por muy condicionado que esté por lo anterior, lo vivenciamos como algo conectado con algo que podría ser (en el futuro) si así lo quisiéramos. Es una especie de condicionamiento al revés: nos condicionamos a nosotros mismos mediante lo que queremos verdaderamente que llegue a ser. Pero ningún impulso debe venir en ayuda de este querer, según Kant, pues en tal caso seríamos víctimas de una sensibilidad que ejerce poder sobre nosotros. Por eso, como es sabido, ese querer tiene que ser un deber. El deber no debe estar pertrechado secretamente con la fuerza natural del querer sino al contrario: el deber se alza contra el impulso natural del querer y produce otro querer que tiene fuerza propia. Quieres, porque debes. Debes querer. El deber tampoco ha de tener miramientos con el poder sino que por el contrario, siendo el deber incondicionado como es, demuestra su fuerza al producir el poder. Kant no concluye el deber a partir del poder sino el poder a partir del deber: «Puedes hacer lo que debes hacer», proclama el tajante imperativo de la conciencia. En la conciencia —y únicamente en ella— quedamos desgajados del imperio de la necesidad. En la conciencia se anuncia la 'cosa en sí' que nosotros mismos somos. Es el punto en el que podemos recoger un cabo de nuestra existencia trascendente; aquí experimentamos algo de la «absoluta espontaneidad de la libertad» (Kant) que constituye nuestro ser último.
Kant llama a esta dimensión del ser, que se nos manifiesta a través de la conciencia moral, nuestro ser «inteligible». Para él, entre nuestro ser empírico y nuestro ser «inteligible» media una tensión desgarradora. Explicar el porqué tiene que ser así, el porqué no se debe relajar la tensión, y cómo se puede vivir con ella. Los continuadores fueron incapaces, por regla general, de sostener ese equilibrio. Se precipitaron desde ese vértice aferrándose a uno de los polos que constituyen la tensión; unos al polo empírico y otros al «inteligible».
Schelling publica su escrito Sobre esencia de la libertad humana y proyecta dentro del ser mismo la intrincada dualidad kantiana de libertad y necesidad cuyo ámbito de validez hasta entonces se había limitado a la experiencia humana. Pero Dios y el ser son, como en Spinoza, conceptos intercambiables. No obstante, al contrario de lo que pasa en Spinoza, el ser en Schelling no está constituido por un cosmos de cosas sino que es un universo de procesos, de acontecimientos, de actividades. Las 'cosas' son, por decirlo así, cristalizaciones, solidificación de acontecimientos. Hay que disolver por tanto de nuevo tales cosificaciones en los procesos que están en su base. Es así como Schelling, dando un giro genial, desarrolla su concepto de lo incondicionado: «Incondicionado es precisamente lo que no puede ser convertido en cosa.» Es un deber mostrar, «que todo lo que es real (la naturaleza, el mundo de las cosas), se funda en la actividad, la vida, la libertad...; que no sólo la yoidad es todo sino que también sucede lo contrario, que todo es yoidad». El «todo», el ser pleno, y en especial también la 'naturaleza', tienen que ser entendidos como 'yo'. A esa yoidad del todo Schelling le da el nombre 'Dios'.
Así que el oscuro misterio de la libertad, tal como el hombre lo experimenta en sí mismo, tiene que convertirse en un misterio del ser o de Dios. La dualidad kantiana de necesidad y libertad en la auto experiencia se convierte en una ambivalencia abarcadura de todo el ser, del mismo Dios. Pero lo mismo cabe decir de la experiencia de la necesidad. También ésta tiene tal evidencia que no cabe sino esparcirla igualmente «sobre todo el Universo». El ser está sujeto a un orden, con reglas y leyes, es decir, al reino de la necesidad. Pero el fundamento último de este orden sometido a normas es la espontaneidad. Esta es la idea central de Schelling. El ser sometido a reglas es resultado de un auto sometimiento de la absoluta espontaneidad a la cual Schelling llama Dios. En el mundo, tal como se nos presenta, «todo es regla, orden y forma; pero en el fondo queda siempre lo carente de regla, como si pudiese abrirse camino de nuevo... Esa es la base inexplicable de la realidad de las cosas, el resto absolutamente irreductible, lo que no se puede disolver en el entendimiento por grande que sea el esfuerzo que se haga para conseguirlo, algo que permanece eternamente en el fondo de todo».
Para Schopenhauer, la libertad es un auto engaño. Pues lo que sigue estando en la oscuridad es el hecho de si también la voluntad, a la que siempre percibo en acción dentro de mi auto consciencia, es o no es libre. La cuestión estriba en saber si, por el hecho de ser libre para hacer determinadas cosas, soy libre también para quererlas. Desde la perspectiva de la auto consciencia inmediata no es posible dar ninguna respuesta, pues la voluntad es algo originario para ella. Tan originaria es la voluntad para la auto consciencia que, en sentido estricto, uno sólo sabe lo que quiere después de haber querido. Sólo hay consciencia de la propia voluntad 'post festum'. De modo que no es posible obtener información de la auto consciencia sobre la cuestión de si la voluntad misma es libre o no. Ese planteamiento sólo conduce hacia ese «oscuro interior» en el que sentimos vivir la voluntad; para adquirir más información debemos saltar de la auto consciencia inmediata a la «consciencia de otras cosas»; es decir, cuando nos consideramos a nosotros mismos como cosas entre otras cosas, o sea, desde una perspectiva exterior. Entonces aparece un nuevo escenario: contemplo ahora todo un mundo de cosas, hombres, etc., alrededor de mí, los cuales influyen sobre mi voluntad, condicionan sus movimientos, le proporcionan objetos y le presentan motivaciones. Schopenhauer afirma que la relación entre este 'medio circundante' y mi voluntad debe ser considerada, desde esta perspectiva, como algo estrictamente causal. El hombre actúa del mismo modo que cae la piedra o reacciona la planta: responde ante los motivos con necesidad forzosa. La motivación es causalidad que actúa a través del conocimiento. La voluntad no puede reaccionar más que de un modo determinado cuando determinados motivos entran en su 'campo de visión'. Entre el motivo que actúa sobre la voluntad y la acción de la misma existe una causalidad estricta, una necesidad que excluye la libertad. El ser humano puede, sin embargo, «representarse repetidamente y en una sucesión arbitraria, mediante su capacidad de pensar, los motivos cuyo influjo experimenta, para presentarlos ante la voluntad. Eso es lo que se llama reflexionar, tiene, pues, la capacidad de deliberación y, en virtud de la misma, adquiere una capacidad de elección mucho mayor que la que le resulta posible al animal. Pero eso no significa sino que es relativamente libre, libre a saber, de sufrir el influjo forzoso inmediato de los objetos que actúan sobre su voluntad como motivos y que están presentes intuitivamente, una forzosidad a la que los animales están sometidos sin más: el hombre,' por el contrario, se determina a sí mismo, con independencia de los objetos presentes a partir de pensamientos que constituye sus motivos. Esta libertad relativa es también, en el fondo, lo que las personas instruidas pero sin un pensamiento profundo entienden como libertad de la voluntad, algo que manifiestamente sitúa al hombre por encima del animal» . Pero esta «capacidad de reflexión» no cambia para nada el hecho de que, al encontrarse mi voluntad y el motivo más fuerte para ella, entre el motivo y mi acción rija una causalidad estricta y una estricta necesidad.
** Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Safranski, Rudiger.
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