15 ene 2018

EL ABORTO Y LA ÉTICA.

La idea de que el feto es un ser humano “desde el momento de la concepción” es una idea relativamente nueva, incluso dentro de la Iglesia cristiana.
Santo Tomás de Aquino sostuvo que un embrión no tiene alma sino hasta después de varias semanas de embarazo. Santo Tomás aceptó la idea de Aristóteles de que el alma es la “forma sustancial” del hombre, es decir, no se puede tener alma humana hasta que el cuerpo tenga una forma reconociblemente humana. Santo Tomás sabía que un embrión humano no tiene forma humana “desde el momento de la concepción”, y sacó la conclusión indicada.
La opinión de Santo Tomás al respecto fue aceptada oficialmente por la Iglesia en el Concilio de Viena de 1312, y hasta el día de hoy nunca ha sido oficialmente repudiada. En el siglo XVII, no obstante, se llegó a aceptar una curiosa idea del desarrollo fetal, y esto tuvo consecuencias inesperadas para el punto de vista de la Iglesia sobre el aborto.
Observando un óvulo fertilizado a través de microscopios primitivos, algunos científicos imaginaron que veían personas diminutas, perfectamente formadas. Llamaron a esta pequeña persona un “homúnculo”, y así se estableció la idea de que desde un principio el embrión humano es una criatura completamente formada que sólo necesita crecer y crecer hasta llegar a nacer.
Si el embrión tiene forma humana desde el momento de la concepción, entonces se sigue, según la filosofía de Aristóteles y de santo Tomás, que puede tener un alma humana desde el momento de la concepción. La Iglesia sacó esta conclusión y adoptó la opinión conservadora acerca del aborto. El “homúnculo”, se dice, es sin duda un ser humano, y por eso es incorrecto matarlo.
Sin embargo, a medida que nuestro entendimiento de la biología humana progresó, los científicos empezaron a darse cuenta de que esta perspectiva del desarrollo fetal estaba equivocada. No hay tal homúnculo; eso era un error. Hoy día sabemos que el pensamiento original de santo Tomás era correcto: los embriones empiezan como un grupo de células; la “forma humana” viene después. Pero cuando se corrigió el error biológico, el punto de vista moral de la Iglesia no volvió a la antigua posición. Habiendo adoptado la teoría de que el feto es un ser humano “desde el momento de la concepción”, la Iglesia ya no cambió de opinión y se aferró al punto de vista conservador acerca del aborto. A pesar del Concilio de Viena, ha sostenido esta opinión hasta el día de hoy.


Dado que la Iglesia tradicionalmente no vio al aborto como cuestión moral grave, el derecho occidental (que se desarrolló bajo la influencia de la Iglesia) tradicionalmente no trató al aborto como delito. Según el derecho consuetudinario inglés (common law), el aborto era tolerado incluso si se realizaba en una etapa avanzada del embarazo. En los Estados Unidos no hubo leyes que lo prohibieran sino hasta bien entrado el siglo XIX. 
De este modo, cuando la Suprema Corte de Estados Unidos declaró que la prohibición absoluta del aborto era inconstitucional en 1973, no estaba invalidando una larga tradición de opinión moral y legal; tan sólo estaba restaurando una situación jurídica que había existido hasta muy recientemente.
Se deja en claro entonces que la relación entre la autoridad religiosa y el juicio moral así como la tradición eclesiástica, y las Escrituras, es reinterpretada por cada generación para apoyar sus propias opiniones morales. El aborto es sólo un ejemplo al igual que las opiniones morales y religiosas acerca de la esclavitud, la condición de la mujer o la pena capital. En cada caso, las convicciones morales de la gente no se derivan tanto de su religión, sino que se sobreponen a ella.
Lo correcto y lo incorrecto no deben definirse en términos de la voluntad de Dios; la moral es cuestión de razón y de conciencia, no de fe religiosa; y en todo caso, las consideraciones religiosas no dan soluciones definitivas a los problemas morales específicos que confrontamos. 
En una palabra, la moral y la religión son diferentes. Dado que esta conclusión es contraria a lo convencional, puede parecer antirreligiosa. Pero esta conclusión no  cuestiona la validez de la religión. Los argumentos no suponen que el cristianismo o cualquier otro sistema teológico sean falsos; estos argumentos simplemente demuestran que incluso si tal sistema es verdadero, la moral sigue siendo cuestión aparte.

LA ÉTICA Y LA TEORÍA DEL DERECHO NATURAL.

En la historia del pensamiento cristiano, la teoría dominante de la ética le corresponde a la teoría del derecho natural
Esta teoría tiene tres partes principales:
1. La teoría del derecho natural descansa sobre una cierta idea de cómo es el mundo.
Según ella, el mundo es un orden racional, con valores y propósitos que son partes integrales de su misma naturaleza. Esta concepción se deriva de los griegos, cuya manera de entender el mundo dominó el pensamiento occidental durante más de 1700 años. Una característica central de esta concepción era la idea de que todo en la naturaleza tiene un propósito.
Aristóteles incorporó esta idea en su sistema de pensamiento alrededor del año 350 a.C., cuando dijo que, con el fin de entender cualquier cosa, debían hacerse cuatro preguntas: ¿qué es?, ¿de qué está hecho?, ¿cómo llegó a existir? y ¿para qué sirve?. “La naturaleza —dijo— pertenece a la clase de causas que actúan para algo.”
Uno de sus ejemplos era que tenemos dientes para poder masticar. Esos ejemplos biológicos son bastante persuasivos; cada parte de nuestros cuerpos parece intuitivamente tener un propósito especial: los ojos son para ver; el corazón, para bombear sangre, y así sucesivamente. Pero la afirmación de Aristóteles no se limitó a seres orgánicos. Según él, todo tiene un propósito. 
De este modo, el mundo es un sistema ordenado y racional, en el que cada cosa tiene su propio lugar y sirve a un propósito especial propio. Hay una clara jerarquía: la lluvia existe para las plantas, las plantas existen para los animales y los animales existen, por supuesto, para el hombre, cuyo bienestar es el propósito de todo este ordenamiento. 
De modo que hay que pensar evidentemente que, de manera semejante, las plantas existen para los animales, y los demás animales para el hombre: los domésticos para su servicio y alimentación; los salvajes, si no todos, al menos la mayor parte, con vistas al alimento y otras ayudas, para proporcionar vestido y diversos instrumentos. Por tanto, si la naturaleza no hace nada imperfecto ni en vano, necesariamente ha producido todos esos seres para el hombre. Esto parece asombrosamente antropocéntrico. Sin embargo, se puede perdonar a Aristóteles si consideramos que virtualmente todo pensador importante en nuestra historia ha tenido este tipo de pensamiento. Los seres humanos son una especie notoriamente vanidosa.
Los pensadores cristianos posteriores encontraron esta perspectiva del mundo perfectamente aceptable. Sólo faltaba una cosa: se necesitaba a Dios para tener el cuadro completo. (Aristóteles negó que Dios fuera una parte necesaria de este cuadro. Según él, la cosmovisión que hemos delineado no era religiosa; era simplemente una descripción de cómo son las cosas.) De este modo, los pensadores cristianos dijeron que la lluvia caía para ayudar a las plantas porque ésa era la intención del Creador, y los animales existían para bien de los humanos porque para eso los había hecho Dios. Por tanto, los valores y propósitos eran concebidos como parte fundamental de la naturaleza de las cosas, porque se creía que el mundo había sido creado de acuerdo con un plan divino. 
2. Un corolario de esta manera de pensar es que “las leyes de la naturaleza” no sólo describen cómo son las cosas, sino que también especifican cómo deben ser las cosas. Las cosas son como tienen que ser cuando sirven a sus propósitos naturales. Cuando no sirven a esos propósitos o cuando no pueden hacerlo, las cosas han tomado un mal camino. 
Los ojos que no pueden ver son defectuosos, y  la sequía es un mal natural; en ambos casos, lo malo se explica tomando como referencia la ley natural; pero también hay implicaciones para la conducta humana. Hoy día no se considera que las reglas morales se derivan de las leyes de la naturaleza; se dice que algunas formas de conducta son “naturales”, mientras que otras son contra natura; y se dice que los actos contra natura son moralmente incorrectos. Consideremos, por ejemplo, el deber de la beneficencia. Estamos obligados moralmente a preocuparnos por el bienestar de nuestro vecino tanto como por el nuestro. ¿Por qué? Según la teoría del derecho natural, la beneficencia es natural en nosotros, considerando la clase de criaturas que somos. Somos, por naturaleza, criaturas sociales que quieren y necesitan la compañía de otras personas. Preocuparnos por otros también forma parte de nuestra constitución natural. Alguien que no se preocupa en absoluto por los demás —que realmente no se preocupa en lo más mínimo— es visto como un perturbado o, en términos de psicología moderna, como un sociópata. 
Así como los ojos que no pueden ver, una personalidad maligna es defectuosa. Y, podríamos añadir, esto es verdad porque hemos sido creados por Dios, con una naturaleza “humana” específica, como parte de su plan general del mundo. 
Aprobar la beneficencia causa relativamente pocas controversias. Sin embargo, la teoría del derecho natural se ha empleado también para apoyar opiniones morales que son más discutibles. Tradicionalmente, los pensadores religiosos han condenado las prácticas sexuales “desviadas”, y la justificación teórica de su oposición ha llegado las más de las veces de la teoría del derecho natural. Si todo tiene un propósito, ¿cuál es el propósito del sexo? La respuesta obvia es la procreación. La actividad sexual que no está conectada con tener hijos puede ser vista, por tanto, como contra natura y, así prácticas tales como la masturbación, sexo gay  y el sexo oral pueden condenarse por esta razón.
Tal manera de pensar acerca del sexo se remonta por lo menos a san Agustín, en el siglo IV, y es explícita en los escritos de santo Tomás de Aquino. La teología moral de la Iglesia católica está basada en la teoría del derecho natural. Esta línea de pensamiento es el fundamento de toda su ética sexual. 
Fuera de la Iglesia católica, la teoría del derecho natural tiene pocos defensores hoy en día.  Generalmente se le rechaza por dos razones:
Primera, parece implicar una confusión entre “ser” y “deber”. En el siglo XVIII, David Hume señaló que lo que es y lo que debe ser son nociones  lógicamente distintas, y que ninguna conclusión acerca de una se sigue de la otra. Podemos decir que la gente está naturalmente dispuesta a la caridad, pero no se sigue de allí que deba ser caritativa. De modo similar, puede ser que de hecho el sexo produzca bebés, pero de eso no se deriva que uno deba o no deba practicar el sexo sólo con ese propósito.
Los hechos son una cosa, los valores otra. La teoría del derecho natural parece confundirlos.
En segundo lugar, la teoría del derecho natural ha pasado de moda porque la visión del mundo sobre la que descansa está en desacuerdo con la ciencia moderna. El mundo descrito por Galileo, Newton y Darwin no tiene lugar para “hechos” acerca de lo que es correcto e incorrecto. Sus explicaciones de fenómenos naturales no hacen referencia alguna a valores o propósitos. Lo que sucede sólo sucede, de manera fortuita, como resultado de las leyes de causa y efecto. Si la lluvia beneficia las plantas, es sólo porque las plantas han evolucionado según las leyes de la selección natural en un clima lluvioso.
De este modo, la ciencia moderna nos da una visión del mundo como un reino de hechos, en donde las únicas “leyes naturales” son las leyes de la física, la química y la biología, que trabajan ciegamente y sin ningún propósito. Cualesquiera que sean los valores que haya, éstos no forman parte del orden natural. En cuanto a la idea de que “la naturaleza ha hecho todas las cosas específicamente para el hombre”, es pura vanidad humana. En la medida en que se acepte la cosmovisión de la ciencia moderna, en esa medida se será escéptico ante la teoría del derecho natural. No es casualidad que la teoría fuera un producto, no del pensamiento moderno, sino de la Edad Media. 
3. La tercera parte de la teoría enfoca la cuestión del conocimiento moral. ¿Cómo haremos para determinar lo que es correcto y lo que es incorrecto? La teoría del mandato divino dice que debemos consultar los mandamientos de Dios.
La teoría del derecho natural da una respuesta distinta. Las “leyes naturales” que especifican lo que debemos hacer son leyes de razón, que somos capaces de aprehender porque Dios, el autor del orden natural, nos ha hecho seres racionales con capacidad para entender ese orden. Por tanto, la teoría del derecho natural se adhiere a la idea común de que lo correcto es el curso de acción que tenga las mejores razones de su parte.

Para usar la terminología tradicional, los juicios morales son “dictados de la razón”. Santo Tomás de Aquino, el más grande de los teóricos del derecho natural, escribió en su obra maestra, la Suma teológica, que “menospreciar el dictado de la razón es equivalente a condenar el mandato de Dios”. Esto significa que el creyente religioso no tiene un acceso especial a la verdad moral. El creyente y el no creyente están en la misma posición. Dios les ha dado a ambos los mismos poderes de razonamiento; y así, tanto el creyente como el no creyente pueden igualmente escuchar la razón y seguir sus directivas. Funcionan como agentes morales de la misma manera, a pesar de que la falta de fe de los no creyentes les impida comprender que Dios es el autor del orden racional en el que participan y que sus propios juicios morales expresan.
Esto deja a la moral como independiente de la religión, en un sentido importante. La creencia religiosa no afecta el cálculo de lo que es lo mejor, y los resultados de la investigación moral son “neutrales” en lo religioso. De esta manera, incluso si pueden estar en desacuerdo acerca de la religión, creyentes y no creyentes habitan el mismo universo moral.


*Introducción a la Filosofía Moral; James Rachels-2006.

5 ene 2018

MIL AÑOS ATRÁS.

Bucear en las analogías y en las diferencias que existen entre los sentimientos de las sociedades de hace mil años y las actuales puede resultar un gratificante ejercicio. El hombre del Medievo vivía, en estado de extrema debilidad ante las fuerzas de la naturaleza, vivía en un estado de precariedad material comparable al de los pueblos más pobres del África de hoy. Tampoco el hombre actual ha conseguido sacudirse las angustias de vivir en un mundo en el que determinadas catástrofes naturales muestran la insuficiencia del desarrollo de las ciencias y las técnicas empeñadas en dominar las fuerzas de la naturaleza. Y ¿qué decir también de la impotencia del pasado y del presente ante ciertas enfermedades presentadas como una suerte de castigo divino?
La Europa del siglo X, aun con sus reconocidas limitaciones, estaba superando la dura prueba de la desintegración del Imperio carolingio, de las segundas migraciones o de la decadencia de la vida eclesiástica. En una sociedad amenazada por las fuerzas disolventes, la Iglesia, Cluny, la renovación de las formas artísticas o la restauración de la idea imperial son expresiones de una comunidad de fe en expansión. El propio feudalismo, tachado muchas veces de desintegrador, es también el reorganizador de la sociedad sobre bases diferentes.

El año mil supuso el tránsito de una sociedad muy ritualizada y estática, cuál era la carolingia, a otra más dinámica. Se caracterizará por la expansión de las peregrinaciones, las cruzadas, la gran eclosión de la vida monástica o la aparición de diversos movimientos reformadores. En mayor o menor grado los precedentes de estos movimientos se van perfilando a lo largo de todo el siglo X entre el final del siglo X y el principio del siglo XII, Occidente, que hasta entonces no era más que una simple expresión geográfica, se convierte en una realidad con el nacimiento de la cristiandad”
Una de las vías que hizo posible esa realidad fue Cluny y los proyectos de regeneración de la vida monástica. La fundación de Cluny en el 910 se convierte en la capital de la historia del monacato europeo. Sus monjes se ganaron una bien merecida fama por su rigurosa vida y por el esplendor y prodigalidad de su oración. Los abades del siglo X fueron personajes de extraordinario prestigio relacionados con los gobernantes de la época. Una política que, en los años siguientes y desbordando el milenario, seguirá. Pero ni la plenitud de Cluny se alcanzó en el siglo X, ni el siglo X fue exclusivamente el de esta potente institución en el ámbito monástico. Por los mismos años Gerardo de Brogne hacía del convento fundado cerca de Namur la cabeza de una congregación. Los monasterios tuvieron el papel primordial en el desarrollo de la vida cultural en el entorno del año mil. Los monasterios más que los obispados serán los articuladores de la Iglesia en el ducado.
 En los años iniciales del siglo X dos acontecimientos marcaron una importante huella en la evolución de la vida religiosa europea: la ya mencionada fundación del monasterio de Cluny y la conversión al cristianismo de un nutrido grupo de normandos asentados en la zona francesa del Canal de la Mancha. Se iniciaba así la lenta incorporación de los pueblos del norte al edificio del cristianismo.

En el 911 el acuerdo de Saint-Clair-sur-Epte suscrito entre el caudillo Rollón y el rey de Francia Carlos el Simple reconocía al primero la pacífica posesión de las tierras del bajo Sena a cambio de la fidelidad prestada al monarca. La tradición presenta al jefe normando recibiendo las aguas del bautismo unos meses después de la firma del acuerdo. Por entonces, un obispo de Reims se lamentaba de cómo los bárbaros, una vez bautizados, “seguían con sus costumbres paganas, matando cristianos, asesinando sacerdotes y haciendo sacrificios a sus antiguos ídolos”.
En la alta Edad Media la Iglesia había ejercido una gran influencia en la sociedad occidental, pero nunca pretendió ponerse a la cabeza de ella y, menos, usurpar dicho papel a la monarquía. En ese tiempo, ambos poderes, Iglesia y Estado, se relacionaron tan íntimamente, que fruto de esa colaboración fue la simbiosis reflejada en la misión del rey como jefe del pueblo cristiano. Sin embargo, alrededor del año mil, la situación se modificará y el proceso de feudalización de la sociedad producirá cambios sustanciales, que serán recogidos en los esquemas ideológicos de la época. Uno de los más famosos fue expresado por Adalberón de Laón, hacia 1015, al presentar la estructura de la sociedad cristiana occidental como triple y unitaria, igual que la concepción de la Trinidad, a la que había tomado por modelo. Un solo pueblo, dividido en tres categorías según su cometido o función: los que rezaban, los que combatían y los que trabajaban.
Los tres, manteniendo relaciones y servicios de subordinación y, a la vez, desempeñando un papel de ayuda mutua y recíproca. A la cabeza de esta sociedad trifuncional se situaron los clérigos, puesto que su misión era la más alta y noble: conducir a los hombres ante Dios e interceder por ellos. Desde entonces, el estamento eclesiástico adquirió un desarrollo extraordinario y cobró un gran impulso moral y religioso. Desde esa plataforma, el clero fue capaz de definir un nuevo concepto de sacerdocio y de trasmitir a Occidente la necesidad de reformar la propia sociedad cristiana.

Con estos cambios, desde mediados del siglo XI, algunos pensadores comprendieron que la Iglesia necesitaba sacudirse la tutela de emperadores, reyes y señores feudales, que disponían a su antojo de las cosas sagradas, Para ello era preciso liberar al clero de la sumisión a esas autoridades laicas y, además, volver a definir la posición de los dos grandes poderes: el religioso y el político.
Las relaciones entre Pontificado e Imperio y su lucha por la superioridad serían la clave de sustentación para este período histórico que transcurre desde mediados del siglo XI hasta fines del XIII. Una etapa donde aparecía el denominado régimen de cristiandad, es decir, la realización de la civilización cristiana medieval. En ella el papado alcanzó su máximo prestigio al extender su autoridad sobre todo el Occidente europeo e impulsar la renovación espiritual en este período central del Medievo.

3 ene 2018

¿REVOLUCIÓN O CONTINUIDAD CIENTÍFICA?

¿cuándo y cómo se origina la ciencia moderna? ¿la ciencia moderna tiene antecedentes?  ateniéndonos a los historiadores de la ciencia, debemos indicar que existe dos corrientes que tratan de dar respuesta a dichas interrogantes: el progreso científico y la historiografía moderna; la primera afirma la sucesión acumulativa de éxitos en el campo científico (continuista) y la otra nace en oposición al progreso científico y nos muestra la ruptura del proceso: revolución científica (rupturistas).
La teoría denominada continuista tenía entre sus principales objetivos el de reivindicar la importancia de la Edad Media y sus aportaciones a la ciencia, en contra de la imagen que los renacentistas habían creado de ella. Pero, especialmente su obra no se limitaba al descubrimiento del pensamiento científico de la Edad Media, sino a la consiguiente descalificación de la relevancia del periodo renacentista en la historia de la ciencia.
Según estos historiadores, la Edad Media es, en realidad, creadora de métodos y teorías que constituyen el origen, el inicio de la ciencia moderna. Es decir, el continuismo afirmaba la continuidad entre los métodos y teorías de los siglos XIII y XIV, según las distintas versiones, y los del siglo XVII. En esta perspectiva el Renacimiento constituye un periodo de decadencia en la investigación, incluso un momento de oposición a este proceso o progreso científico. Así fue que estos historiadores buscaron reparar la injusticia que cometieran los propios humanistas al inventar la imagen de la Edad Media como "edad tenebrosa". Entre las principales figuras de esta corriente tenemos a Pierre Duhem, Lynn Thorndike y William Wallace.

Pierre Duhem

Por otra parte, paralelamente, tanto en el campo de la historia de la filosofía como en el de la ciencia, se desarrolla, otro movimiento historiográfico que reafirma la ruptura del Renacimiento con el Medievo. Por lo que respecta al pensamiento filosófico y científico esto implica, naturalmente, negar la continuidad de teorías y métodos entre la Edad Media y el siglo XVII. Significa, por tanto, negar que los orígenes de la ciencia moderna se hallen en la Edad Media. Muy al contrario, para estos historiadores, esos orígenes se hallan en el Renacimiento. En general, podemos decir que estos historiadores son rupturistas en cuanto que niegan la continuidad entre los métodos y teorías del siglo XIV y los del siglo XVII. Pero, a su vez, atribuyen los orígenes de la ciencia moderna al Renacimiento. Entre sus principales representantes tenemos a Wilhem Dilthey, Ernst Cassirer y G. Gentile. 

                                                        Wilhem Dilthey

Hay dos diferencias importantes entre estas teorías. Los continuistas medievalistas afirmaban especialmente una continuidad de método. Mientras que los renacentistas, insisten especialmente en "una nueva filosofía", "una nueva visión del mundo", "una nueva relación hombre-naturaleza" que habría introducido el Renacimiento. Esta nueva visión tiene, naturalmente, claras e importantes consecuencias en el terreno metodológico. Pero en este caso, los elementos metodológicos aparecen como una consecuencia, como un efecto de algo más fundamental o general. No se postula un método como origen y causa de la ciencia moderna, como en el caso del continuismo medievalista.
Pero hay otra diferencia importante. Ninguno de los renacentistas niega, como era frecuente en el caso de los medievalistas, la existencia de una revolución científica. Muy al contrario, todos ellos la afirman.
En el caso del continuismo medievalista, lo que se propugna es una continuidad intrateórica, intracientífica. En este caso, los orígenes de la ciencia moderna significa exactamente que empieza en y con el escolasticismo tardío, y que luego es entorpecida con el humanismo, y es continuada en el siglo XVII, sin transformación revolucionaria alguna. 
Para los historiadores que sostienen que los "orígenes de la ciencia moderna", están en el Renacimiento, aceptan explícita y reiteradamente que la ciencia moderna empieza en el siglo XVII, y más aún, que lo hace de un modo revolucionario. Es decir, afirman la existencia de la Revolución Científica. Es obvio, pues, que "orígenes de la ciencia moderna" no significa lo mismo para ambos. Para los continuistas renacentistas viene a significar que, sea cual sea el elemento inmediatamente responsable del inicio revolucionario de la ciencia moderna, sea un elemento metodológico u otro, tiene su causa primera en algo más global, en un cambio de actitud ante la naturaleza, en una nueva filosofía, y eso es lo importante.

LA VIDA ES UN FUGAZ MOMENTO PRESENTE, PERDIDO PARA SIEMPRE.

La obra fundamental de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación,  escrita cuando el autor contaba veintitantos años, fue publi...